No soy la criada de mi suegra

¡No soy la criada de mis suegros!

¿Que lave los pisos de la casa de mis suegros? ¡Ni lo sueñen! Yo, Lucía, con mis treinta y ocho años, he decidido que ya es hora de vivir para mí, no de andar con la fregona por su casoplón. Mis suegros, Don Antonio y Doña Carmen, tienen noventa y dos y ochenta y tres años, y claro, ya no están para limpiar solos. Mi marido, Javier, es su único hijo, nacido cuando ellos ya pasaban de los cuarenta, y ahora todos me miran como si fuera la salvadora oficial. ¡Pero yo no firmé para ser su asistenta! La gente comenta, mis suegros soltan indirectas, y yo lo tengo claro: se acabó, mi tiempo es mío, y punto.

Llevamos casados diez años, y todo este tiempo he intentado ser una buena nuera. Mis suegros no son malos, pero tienen su carácter. Don Antonio, a pesar de la edad, aún va tirando: camina con bastón, lee el periódico y le encanta contar historias de su juventud. Doña Carmen está más frágil; se pasa el día en su sillón, tejiendo o viendo series. Su casa es enorme, antigua, con suelos de madera y un montón de habitaciones que se niegan a alquilar o vender. “Es nuestro nido”, dicen. Y no me molestaría… si ese “nido” no fuera también mi dolor de cabeza.

Al principio, iba a menudo, les ayudaba con la limpieza, cocinaba, los llevaba al médico. No me parecía mal, pensaba que sería algo temporal. Pero los años pasaron, y sus exigencias crecieron. Ahora, cada vez que vamos, Doña Carmen me mira el suelo y suspira: “Ay, Lucita, aquí hace falta un repaso, qué polvo”. Y Don Antonio remata: “Claro, tú que eres tan hacendosa, lo harás en un periquete”. ¿Hacendosa? ¡Soy responsable de marketing, tengo dos hijos, una hipoteca y mil cosas! ¿Cuándo me convertí en su empleada doméstica?

El otro día llegamos por fin de semana, y Doña Carmen, nada más verme, me pone un cubo y una bayeta en la mano: “Lucía, limpia un poco los suelos, que yo ya no puedo, me duelen las piernas”. Me quedé de piedra. ¿Ahora resulta que soy la limpiadora oficial? Le dije con educación: “Doña Carmen, lo siento, hoy no puedo, me duele la espalda y tengo un montón de cosas”. Ella puso mala cara, y Don Antonio refunfuñó: “La juventud de ahora no quiere currar”. ¿Que no quiero? ¡Llevo todo el día trabajando, recogiendo a los niños del cole, revisando deberes, comiendo lo que pillo! ¿Y me hablan de vaguería?

Le dije a Javier que ya no pienso limpiar su casa. Él, como siempre, intentó mediar: “Cariño, son mayores, les cuesta. ¿Tanto es ayudar una vez?” ¿Una vez? ¡Si es cada dos por tres! Le recordé que con su pensión podrían pagar a alguien, pero Javier se limitó a decir: “Ya sabes que no les gusta tener extraños en casa”. Ah, ¿y yo qué soy? ¿La fregona oficial? Le puse las cartas sobre la mesa: o contratamos ayuda o yo no vuelvo a tocar un trapo. Él prometió hablar con ellos, pero sé que le da pena y no les pondrá firme.

Los vecinos, como no, ya saben todo. En nuestro pueblo las noticias vuelan. La otra día la señora Pilar, vecina de mis suegros, me soltó en el supermercado: “Lucía, ¿cómo es que no les echas una mano? ¡Si lo dieron todo por Javier!” Casi le respondo: “¿Y acaso yo no lo doy todo por mis hijos?” ¿Por qué creen que debo dedicar mi vida a su casa? Respeto a Don Antonio y Doña Carmen, pero no soy su criada. Tengo mi familia, mis sueños. Quiero apuntarme a yoga, irme de vacaciones con los niños, leer un libro sin pensar en sus suelos.

Les propuse un trato: ayudaríamos con las compras, las citas médicas, pero la limpieza no iba conmigo. Doña Carmen puso mala cara: “Lucía, ¿es que quieres meter a desconocidos aquí?” Y Don Antonio remachó: “Pensábamos que eras como una hija”. ¿Como una hija? ¡Las hijas no son sirvientas! Me contuve, pero por dentro hervía. ¿Nadie piensa en cómo me siento? Toda la vida complaciendo a los demás, y ahora quiero vivir para mí. ¿Eso es pecado?

Mi amiga Marta me dio la razón: “Lucía, pon límites, o te van a comer viva”. Y así lo he hecho. Ya no cojo su bayeta. Si quieren limpieza, que contraten a alguien o que llame Javier. Él, por cierto, tampoco se ofrece, pero la culpa siempre cae sobre mí. Hasta he pensado en mudarnos lejos, para escapar de tanta presión. Pero de momento, aprendo a decir “no”. Y sabes qué… se siente genial.

Que murmuren los vecinos, que refunfuñen mis suegros. No quiero ser la nuera que se mata por contentar a todos. Don Antonio y Doña Carmen han tenido una vida larga, son fuertes. Y yo no soy su extensión, tengo mi propio camino. Si eso significa negarme a fregar sus suelos, pues lo asumo. Ha llegado mi hora, y no pienso malgastarla con cubos y fregonas. Javier que elija: ¿está con su familia o con las expectativas de sus padres?

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