Oye, tengo que contarte esto. ¿Lavar los suelos en casa de mis suegros? ¡Ni loca! Yo, Lucía, a mis treinta y ocho, he decidido que ya es hora de vivir para mí, no de ir corriendo con la fregona por su enorme chalé. Mis suegros, Julio Fernández y Carmen González, tienen 92 y 83 años, claro, y ya no están como para ocuparse de la casa. Mi marido, Javier, es su único hijo, nacido cuando ellos ya pasaban de los cuarenta, y ahora todos me miran como si fuera su salvadora particular. ¡Pero yo no firmé para ser su asistenta! La gente murmura, mis suegros soltan indirectas, y yo he dicho: basta, mi tiempo es mío, y punto.
Llevamos diez años casados, y todo este tiempo he intentado ser una buena nuera. Mis suegros no son malos, pero tampoco fáciles. Julio, pese a la edad, está ágil: va con bastón, lee el periódico y le encanta contar historias de su juventud. Carmen está más débil, casi siempre en su sillón, tejiendo o viendo series. Su casa es enorme, antigua, con suelos de madera y un montón de habitaciones que se niegan a alquilar o vender. “Es nuestro nido”, dicen. Y yo no tendría problema… si ese “nido” no se hubiera convertido en mi dolor de cabeza.
Al principio, iba a su casa, les ayudaba a limpiar, cocinaba, los llevaba al médico. No me importaba, pensaba que era algo temporal. Pero pasaban los años, y sus exigencias crecían. Ahora, cada vez que vamos, Carmen me mira el suelo y suspira: “Ay, Luci, esto necesita una pasada, qué polvo”. Y Julio remacha: “Tú que eres tan hacendosa, lo harás en un santiamén”. ¿Hacendosa? ¡Soy responsable de marketing, tengo dos hijos, una hipoteca y mil quehaceres! ¿Cuándo se supone que tengo tiempo de ser su limpiadora?
El otro día llegamos en fin de semana y, nada más entrar, Carmen me pone un cubo y un trapo: “Lava el suelo, que yo ya no puedo, me duelen las piernas”. Me quedé de piedra. ¿Acaso soy su empleada? Le dije, educada: “Carmen, lo siento, pero me duele la espalda y tengo mucho lío”. Ella frunció el ceño, y Julio masculló: “La juventud de ahora es muy cómoda”. ¿Cómoda? ¡Si salgo del trabajo, recojo a los niños del cole, les ayudo con los deberes, ceno a toda prisa… y ellos me hablan de comodidad!
Le dije a Javier que no volvería a fregar sus suelos. Él, como siempre, intentó mediar: “Cariño, son mayores, les cuesta. Ayúdales esta vez, ¿no?” ¿Esta vez? ¡Si es cada vez! Le recordé que con sus pensiones podrían pagar a alguien, pero Javier se limitó a decir: “Ya sabes que no quieren extraños en casa”. ¿Ah, no? ¿Y yo qué soy, su fregona personal? Le puse las cosas claras: o contratamos ayuda o yo no vuelvo a tocar un trapo. Javier prometió hablar con ellos, pero sé que le da pena y no les presionará.
Los vecinos, por supuesto, ya están al loro. En nuestro pueblo los chismes vuelan. La otra día me encontré a María, la vecina de mis suegros, y soltó: “Lucía, ¿qué pasa? Son mayores, hay que echarles una mano. ¡Si lo dieron todo por Javier!” Casi le contesto: “¿Y yo qué, no doy todo por mi familia?” ¿Por qué todos asumen que debo dedicar mi vida a su casa? Respeto a Julio y a Carmen, pero no soy su criada. Tengo mi familia, mis sueños. Quiero apuntarme a yoga, irme de vacaciones con los niños, leer un libro sin pensar en sus suelos.
Les propuse un trato: ayudaríamos con la compra, los llevamos al médico, pero la limpieza no es mi responsabilidad. Carmen puso mala cara: “Lucía, ¿es que quieres meter a desconocidos aquí?” Y Julio añadió: “Pensábamos que eras como una hija”. ¿Como una hija? ¡Las hijas no son esclavas! Me contuve, pero por dentro ardía. ¿Nadie piensa en cómo me siento? Pasé la vida complaciendo a todos, y ahora quiero vivir para mí. ¿Eso es un crimen?
Cuando se lo conté a mi amiga Laura, me dijo: “Tienes toda la razón. Pon límites, o te aplastarán”. Y he decidido: se acabó. No cojo más su fregona. Si quieren limpieza, que contraten a alguien o que le pidan a Javier. Él, por cierto, tampoco se ofrece, pero la culpa siempre es mía. Hasta he pensado en mudarnos lejos, pero por ahora solo aprendo a decir “no”. Y, oye, ¡se siente genial!
Que murmuren los vecinos, que refunfuñen mis suegros. No quiero ser la nuera que se mata por contentar a todos. Julio y Carmen han vivido mucho, son fuertes. Y yo no soy su extensión, tengo mi camino. Si para eso debo negarme a fregar sus suelos, lo acepto. Es mi turno, y no pienso malgastarlo en cubos y bayetas. Javier que elija: su familia o las expectativas de sus padres.