No era criada de mi suegro
Cuando mi suegra, Doña Carmen, salió un momento de la cocina, mi suegro, Don Antonio, se giró hacia mí y, con tono de mando, me soltó: “Laura, ve a calentarme ese pollo, que ya está frío”. Me quedé helada, sin creer lo que oía. ¿Ahora qué, soy la empleada? Si lo necesitas, ve y caliéntalo tú, quise gritarle, pero en vez de eso, acariciando al gato que se rozaba contra mis piernas, le contesté: “Don Antonio, no soy su criada. Si quiere, lo calienta usted”. Me miró como si fuera una rebelde, y sentí cómo me ardía la sangre por dentro. No era solo lo del pollo… era la línea que no estaba dispuesta a cruzar.
Con mi marido, Javier, vivimos aparte, pero todos los domingos vamos a comer a casa de sus padres. Doña Carmen cocina de muerte, y siempre voy encantada: a charlar, a probar sus croquetas caseras y a escuchar sus historias. Don Antonio suele estar callado, sentado a la cabecera de la mesa como un general, mascullando más que hablando. Ya me había acostumbrado a sus órdenes: “pásame la sal”, “quita los platos”. Pero no le daba importancia; son cosas de la edad, de las costumbres. Esta vez, sin embargo, se pasó.
Esa tarde estábamos comiendo pollo asado con patatas. Doña Carmen, como siempre, no paraba: sirviendo más, recogiendo, y yo le ayudaba a llevar los platos a la cocina. Cuando salió al balcón a por la limonada, Don Antonio vio su oportunidad. Yo estaba acariciando a su gato, Misifú, que ronroneaba en mi regazo, cuando me soltó el ultimátum: “¡Calienta el pollo!”. Al principio, pensé que había oído mal. Me miraba como si fuera obligación mía levantarme y correr al microondas. Por cierto, venía de trabajar, cansada, con mi vestido favorito, de visita, no de sirvienta.
Mi respuesta lo dejó de piedra. Frunció el ceño y masculló algo como: “Esta juventud no respeta nada”. ¿Respeto? ¿Y el respeto hacia mí? No me importa ayudar, pero aquello no fue una petición, sino una orden, como si fuera su criada. Volvió Doña Carmen, notó el ambiente tenso y preguntó: “¿Qué pasa aquí?”. Quise explicarme, pero Don Antonio se adelantó: “Nada, que Laura no quiere echarle una mano a un viejo”. ¿Echarle una mano? ¿Ahora calentar el pollo es un favor? Me contuve para no estallar y solo dije: “Doña Carmen, siempre ayudo, pero no soy la asistenta”.
De vuelta a casa, se lo conté a Javier. Él, como siempre, intentó quitarle hierro: “Cariño, mi padre no es mala gente, solo está acostumbrado a que mi madre lo haga todo. No le des más vueltas”. ¿Que no le dé vueltas? ¡Fácil decirlo cuando no le tratan como a la chacha! Le recordé que no me importa ayudar, pero el tono de Don Antonio fue como si fuera su empleada. Javier prometió hablar con su padre, aunque sé que odia los conflictos. “Se lo diré a mi madre, ella lo entenderá”, añadió. Doña Carmen sí me defendería, pero no quiero líos por mi culpa.
Ahora me pregunto qué hacer. Una parte de mí quiere, la próxima vez, quedarme sentada sin mover un dedo, que Don Antonio se caliente su puñetero pollo. Pero sé que es una tontería, y no quiero hacerle eso a Doña Carmen, que no tiene la culpa. Otra parte quiere hablar claro: “Don Antonio, le respeto, pero no soy su criada. Tratémonos con educación”. Pero temo que lo tome a mal y se monte un drama. Mi amiga Lucía me dijo: “Hazle la gracia, dile que el microondas sabe solito”. ¿Bromear? Quizá funcione, pero ahora mismo estoy demasiado enfadada.
Recuerdo cuando Don Antonio era más amable. Cuando Javier y yo nos casamos, hasta elogiaba mis ensaladas y contaba anécdotas de su juventud. Ahora parece creer que debo estar a sus órdenes, como Doña Carmen. ¡Pero yo no soy ella! Tengo mi trabajo, mis cosas, y voy a su casa de invitada, no de criada. Quiero a su familia, pero no pienso aguantar imposiciones. Quizá sea la edad, o la costumbre, pero no permitiré que me traten así, ni por paz familiar.
Por ahora, he decidido ser educada pero firme. La próxima vez que Don Antonio dé órdenes, sonreiré y le diré: “El microondas está en la esquina, sabe usarse solo”. Y, en serio, hablaré con Doña Carmen; ella lo comprenderá. No busco peleas, pero tampoco callaré. Esa casa es suya, pero yo no soy de su propiedad. Que caliente su pollo él solito; yo prefiero hacerle caso a Misifú. Por lo menos él sí me entiende.