¡No soy de hierro! Siento dolor por mis seres queridos, pero no cederé más ante las exigencias de mi nuera.

«¡No soy de piedra! Me duele por mi hijo y mi nieto, pero ya no voy a doblegarme ante mi nuera.»

—Todavía no entiendo para qué quería un niño esta Marina, si después del parto siguió viviendo solo para su carrera y el espejo —dice con amargura Luisa Martínez, una mujer de 62 años de Segovia.

Su hijo, Sergio, es inteligente y ambicioso. A sus 35 años, ocupa un puesto directivo en una importante empresa de tecnología en Madrid. Pero su esposa, Marina, iba aún más allá: es nueve años mayor que él y había construido una carrera vertiginosa en una multinacional. Durante años, los hijos no entraban en sus planes. Temía perder su posición, quedarse “fuera de juego”, ser desplazada por alguien más joven y hambriento de éxito.

Vivían, como se dice, a todo lujo: un piso de lujo en el barrio de Salamanca, una casa en la sierra, coches de última gama, viajes por Europa. Pero el calor en su hogar escaseaba. Se veían menos en casa que con sus socios de negocios. Y Luisa, aunque no se entrometía, sufría por su hijo; notaba su cansancio, sus esfuerzos por ser un buen marido, como si chocara contra un muro.

Cuando Marina, a los 40, anunció de pronto que estaba embarazada, toda la familia quedó en shock. Hasta el propio Sergio dudaba entre alegrarse o preocuparse. Y su suegra, que ya no esperaba nietos, lloró de felicidad. Pero pronto la alegría se volvió inquietud.

—Ni en los últimos meses de embarazo dejó la oficina. Dio a luz casi en medio de una reunión. No soltaba el teléfono ni en la habitación del hospital —recuerda Luisa—. Pensé que iría directa del paritorio a su despacho.

Pero las primeras semanas tras el nacimiento, Marina pareció cambiar. Las hormonas la trastornaron; no se separaba del bebé, pasaba noches en vela, temerosa de perderse hasta su más mínimo suspiro. No dejaba entrar a nadie en casa, ni siquiera a su suegra. Lo hacía todo sola. Pero no duró.

En cuanto dejó de amamantar, el regreso al trabajo fue inminente. Marina decía que la empresa se hundía, que su suplente arruinaba proyectos, que todo se perdería si ella no volvía. Encontrar niñera no fue fácil: Marina no confiaba en nadie. Entonces, le propuso a Luisa cuidar al niño por un sueldo. Ella aceptó, esperando que eso las uniera.

—Al principio era perfecto. Cuidaba al niño, los fines de semana descansaba, y los padres se hacían cargo. Hasta me alegraba —por fin estaba con mi nieto—, comenta la abuela.

Pero pronto empezó lo otro. Marina despidió a la asistenta y pidió a Luisa no solo que cuidara al niño, sino que limpiara y cocinara. Claro, le pagaba, pero la carga era insoportable: un bebé exige atención constante.

—Un día estaba limpiando la nevera en la cocina mientras el niño dormía en el corralito. El dormitorio quedaba arriba, demasiado lejos. Quería hacerlo rápido para no despertarlo —explica Luisa.

Pero cuando Marina llegó y lo vio allí, estalló como dinamita:

—¿Por qué no está en su cuna? ¿Por qué no lo has sacado a pasear? ¿Para qué te pago? ¡Quiero que esté dormido, alimentado y perfecto!

Al día siguiente, la asistenta volvió. Y con ella, el control absoluto: cámaras en cada habitación, informes diarios. Hasta el más mínimo rasguño merecía un reproche. Luisa se sentía no como una abuela, sino como una criada bajo lupa.

—Hasta me daba miedo ir al baño —confiesa con lágrimas—. Siempre pensaba que alguien me observaba. Y mi hijo está del lado de Marina: «Mamá, ten paciencia, al fin y al cabo te pagan». ¡Pero esto no es un trabajo, me duele el alma!

Tras otra discusión, cuando Marina la llamó «inútil y vaga», Luisa no aguantó más.

—Se acabó. Renuncio. No soy vuestra esclava. Buscad una niñera con título si queréis, pero no me arrastraré más en vuestras batallas —dijo, y se fue.

Desde entonces, Marina le prohíbe pisar su casa. No le muestra al nieto. Y Sergio… Sergio calla. Le envía mensajes fríos una vez al mes, pero está de su lado.

—¡No soy de metal! Me duele, me duele mucho. Vivía por mi familia, por mi nieto… —susurra Luisa—. Pero no me someteré más. No para esto crié a mi hijo. Que vivan como quieran. Aunque parece que las niñeras no les duran ni una semana. Algo tendrán sus «reglas perfectas»…

Quizá si Marina hubiera dicho alguna vez «perdón», todo sería distinto. Pero los puentes ya están quemados.

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¡No soy de hierro! Siento dolor por mis seres queridos, pero no cederé más ante las exigencias de mi nuera.