¡No soy de acero! Siento dolor por mi hijo y mi nieto, pero ya no cederé ante mi nuera

—¡No soy de hierro! Me duele por mi hijo y por mi nieto, pero no voy a doblegarme ante mi nuera nunca más.

—Todavía no entiendo para qué quería un hijo esa Marina, si después de dar a luz siguió viviendo para su carrera y el espejo —comenta con amargura Olga Díaz, una mujer de 62 años de Valladolid.

Su hijo, Adrián, es inteligente y ambicioso, y con solo 35 años ocupa un puesto directivo en una importante empresa de tecnología. Pero su esposa, Marina, iba aún más allá: es nueve años mayor que él y ya había forjado una carrera implacable en una gran corporación. Durante mucho tiempo, los hijos no entraban en sus planes. Temía perder su posición, quedar fuera de juego, ceder ante alguien más joven y hambriento de éxito.

Vivían, como se suele decir, a lo grande: un piso de lujo en Madrid, una casa en la sierra, coches de última gama, viajes por Europa… pero el calor en su hogar brillaba por su ausencia. Se veían menos en casa que con sus socios de negocios. Y Olga Díaz, aunque no se metía, sufría por su hijo: se notaba el cansancio en él, cómo se esforzaba por ser un buen marido, pero chocaba contra un muro.

Cuando Marina, a los 40, anunció de golpe que estaba embarazada, toda la familia quedó en shock. Hasta el propio Adrián dudó si alegrarse o preocuparse. Y la suegra, que ya había perdido la esperanza de tener nietos, lloró de felicidad. Pero pronto la alegría se tornó en inquietud.

—Ni en los últimos meses de embarazo soltaba la oficina. Casi parecía que iba a dar a luz en una reunión de trabajo. No soltaba el móvil ni en la habitación del hospital —recuerda Olga—. Pensé que iría directa del paritorio a su despacho.

Sin embargo, las primeras semanas tras el nacimiento de su hijo, Marina pareció cambiar. Las hormonas hicieron efecto: no se separaba del bebé, pasaba las noches en vela, temerosa de perderse hasta su más mínimo suspiro. No dejaba entrar a nadie en casa, ni siquiera a su suegra. Lo hacía todo ella sola. Pero no duró mucho.

En cuanto dejó de amamantar, la cuestión de volver al trabajo se volvió urgente. Marina decía que la empresa se hundía sin ella, que su suplente arruinaba los proyectos, y que si no regresaba, todo se iría al traste. Encontrar niñera no fue fácil: ella no confiaba en nadie. Así que le propuso a Olga que cuidara al niño… a cambio de un sueldo. La abuela aceptó, con la esperanza de que eso las uniría.

—Al principio fue perfecto. Yo me ocupaba del pequeño, los fines de semana descansaba, y los padres se quedaban con él. Incluso me alegraba —al fin podía disfrutar de mi nieto—.

Pero pronto empezaron las exigencias. Marina despidió a la asistenta y pidió a su suegra que no solo cuidara al niño, sino que también limpiara y cocinara. Claro, le pagaba, pero la carga era excesiva: un bebé demanda atención constante.

—Una vez estaba limpiando la nevera en la cocina, y el pequeño dormía en el corralito. El dormitorio quedaba arriba, lejos. Quería terminar rápido sin despertarlo —explica Olga—.

Pero cuando Marina llegó y vio a su hijo allí, estalló como una furia:

—¿Por qué no está en su cuna? ¿Por qué no lo has sacado a pasear? ¡Te pago un sueldo por esto! Quiero que mi hijo esté descansado, alimentado y bien cuidado.

Al día siguiente, volvió la asistenta. Y con ella, el control absoluto: cámaras en cada habitación, informes diarios. Hasta el más mínimo rasguño merecía una reprimenda. Olga ya no se sentía abuela, sino una sirvienta bajo lupa.

—Hasta me daba miedo ir al baño —confiesa con lágrimas—. Siempre tenía la sensación de que alguien me vigilaba. Y mi hijo la defendía: «Mamá, ten paciencia, al fin y al cabo te pagan». ¡Pero esto no es un trabajo, es mi corazón el que sufre!

Tras otra discusión, en la que Marina la tachó de «inútil y vaga», la abuela no aguantó más.

—Se acabó. Me voy. No soy vuestra esclava. Si queréis, buscad una niñera con título, pero no me arrastréis más a vuestras batallas —dijo, y se marchó.

Desde entonces, Marina le prohíbe incluso poner un pie en su casa. No le muestra al nieto. Y Adrián… Adrián calla. Le envía mensajes fríos una vez al mes, pero se pone del lado de su mujer.

—¡No soy una máquina! Me duele, me humilla. Viví por mi familia, por mi nieto… —susurra Olga—. Pero no me doblegaré más. No crié a mi hijo para esto. Ahora, que vivan como quieran. Eso sí, las niñeras no les duran ni una semana. Al parecer, no todas aguantan sus «reglas perfectas».

Si Marina hubiera venido alguna vez y dicho: «Perdona», quizá todo habría sido distinto. Pero ahora los puentes están quemados.

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¡No soy de acero! Siento dolor por mi hijo y mi nieto, pero ya no cederé ante mi nuera