**Diario de un hombre**
—Lucía, tengo que darte una noticia que no te va a gustar —dijo Javier, dejando el tenedor en el plato y bajando la mirada—. Es mi madre. Ya tiene ochenta años y no puede valerse por sí misma. Necesita cuidados constantes.
—Lo que siempre temí… —susurró Lucía, secándose las manos con el paño—. ¿Hablaste con Carlos? Tendremos que buscar una cuidadora. No podemos hacernos cargo solos.
—Ya lo hice. Y decidimos que contratar a alguien es caro. Además, da miedo dejar entrar a un desconocido en casa. Será mejor que la cuide alguien de la familia.
—¿”Decidimos”? —Lucía frunció el ceño—. ¿Tú y tu hermano ya lo habéis hablado?
—Sí. Y concluimos que eres la mejor opción. Mi madre te conoce, se fía de ti. Con una extraña, no. Y además, tú estás en casa, podrías dejar el trabajo y encargarte.
El corazón de Lucía se encogió. Era contable, le faltaban apenas tres años para jubilarse. ¿Dejarlo todo? ¿Perder años de cotización y su pensión?
—Javi, necesito pensarlo. No soy de hierro. Tampoco tengo una salud perfecta. Y… ni siquiera me consultasteis. Simplemente me presentasteis un hecho consumado.
—Lucía, sabes que mi madre nos regaló este piso en Madrid. Lo dio todo por nosotros, ahora nos toca corresponder. Carlos y yo ayudaremos, no estarás sola.
Ella sabía que “ayudarían” solo lo justo, sin molestarse. Al final, todo caería sobre sus hombros. Pero no discutió. Pidió un mes de excedencia en el trabajo, “para atender a un familiar”, y puso una condición clara:
—Solo un mes. Luego, lo replanteamos. No voy a comprometerme sin fecha.
—De acuerdo. Mientras tanto, traigamos a mi madre aquí, será más fácil que ir y venir.
Al día siguiente, Rosa María, la madre de Javier, cruzó el umbral de su casa en Alcalá de Henares. Arrugada, moviéndose con dificultad. Trajeron una silla de ruedas, extendieron una manta, ordenaron las pastillas, apilaron barreños y cojines. El aire se llenó de olor a lejía y vejez.
Javier empezó a dar órdenes de inmediato:
—Ponle un cojín en la espalda. La sopa está fría, caliéntala. Y vigila que se tome las medicinas, es tu responsabilidad ahora.
Lucía calló, lo hizo todo. Pero ya no tenía treinta años. Le dolía la espalda, la tensión le jugaba malas pasadas, las rodillas le crujían. Y su suegra, como si lo hiciera a propósito, se dedicó a poner trabas: derramaba el café, escondía las pastillas, se quejaba del ruido.
A los pocos días, apareció Carlos con su mujer, Marta. Sin quitarse los abrigos, recorrieron la casa como si inspeccionaran un hotel. Comentaban en voz alta: “Aquí no va a respirar bien”, “Hay corriente”. Lucía permaneció en un rincón, invisible.
—Mamá, ¿cómo estás aquí? ¿Lucía te trata bien? —preguntó Carlos.
—Hijo mío, ¿quién querría cuidar a una vieja como yo? —se lamentó Rosa María—. Me mira como si fuera una carga. Ni paella, ni cariño. Todo lo hace de mala gana…
Lucía no aguantó más.
—Mañana habrá paella. Hoy hay lentejas y pollo. No hace falta cocinar tanto cada día.
—Lucía —intervino Marta—, ¿cómo no vas a cocinar a diario? ¡Es una anciana! Debes alimentarla como a un niño. ¿O es demasiado para ti?
—Marta, cocino, limpio, lavo, plancho… Prueba tú primero, luego hablamos. Cuando os toque a vosotros, haced lo que queráis.
—¡Yo tengo trabajo! No puedo. Y… ¡no sé hacerlo! —protestó Marta, perdiendo su arrogancia.
Se marcharon igual que llegaron: sin ofrecer ayuda.
Y Javier, a pesar de sus promesas, se esquivaba cada vez más:
—Lucía, eres mujer. Tú puedes. Yo llego cansado del trabajo. Además, es tradición que las nueras cuiden a las suegras. Nadie se ha quejado antes.
Lucía guardó silencio. Contaba los días para volver a trabajar.
Tres semanas después, Javier llegó con “novedades”:
—Carlos y yo lo hemos hablado. Mamá te dejará el piso en herencia. Tú dejarás tu empleo y te ocuparás de ella para siempre. Será justo.
—¿Qué? —Lucía palideció—. ¿De verdad crees que cambiaría mi vida por unos metros cuadrados? ¡No quiero un piso a costa de mi salud! ¡No quiero años de esclavitud a cambio de una herencia!
—¡Piensa en Adrián! Podríamos vender el piso, repartirlo, y él tendría algo.
—Quizá dentro de diez o quince años. ¿Y yo? ¿Debo borrarme?
Javier calló, con gesto dolido.
—Me da igual el piso, Javi. Quiero vivir. Quiero trabajar, tomar café por las mañanas, leer libros, no ir con cubos y bayetas. Tienes un hermano, que asuma su parte. ¡O contratad una cuidadora!
—¡Siempre es el dinero! ¡Y tu sueldo no da para tanto! Será mejor que estés en casa.
—¡No! ¡Mi decisión es firme! —Lucía lo miró fijamente—. Haced lo que queráis, pero yo no cuidaré más de Rosa María.
Una semana después, Lucía hizo las maletas. Sin gritos, sin dramas. Alquiló una habitación en un piso compartido. Su hijo, Adrián, la apoyó: le prometió ayuda económica, llamadas, visitas.
Javier pronto entendió que su madre necesitaba cuidados. Encontraron una cuidadora rápida y cualificada.
Y Lucía, por primera vez en años, se sintió libre. No culpable. No obligada. Solo una mujer que, al fin, eligió su propia vida.
**Lección aprendida:** A veces, decir “no” es el primer paso para recuperar lo que nunca debimos perder.