—Nati, tengo noticias que no te van a gustar —Alejo dejó el tenedor en el plato y bajó la mirada—. Con mamá va muy mal. Ya tiene ochenta años y no puede valerse por sí sola. Necesita atención constante.
—Eso es lo que temía… —Natalia suspiró, secándose las manos con el paño—. ¿Has hablado con Sergio? Supongo que habrá que buscar una cuidadora. No podemos cargar con todo nosotros.
—Ya hablé. Y decidimos que una cuidadora es demasiado caro. Además, da miedo dejar entrar a un desconocido en casa. Será mejor que se ocupe alguien de la familia.
—¿Decidisteis? —Natalia se tensó—. ¿Ya lo habéis hablado tú y tu hermano?
—Sí. Y concluimos que tú eres la opción ideal. Mamá te conoce, te acepta. A un extraño, no. Y además, tú estás en casa, podrías dejar el trabajo y cuidarla.
El corazón de Natalia dio un vuelco. Trabajaba como contable, le faltaban apenas tres años para jubilarse. ¿Dejar su empleo? ¿Perder antigüedad y pensión?
—Alejo, necesito pensarlo. No soy de hierro. Mi salud tampoco es perfecta. Y… ni siquiera me consultasteis. Simplemente me disteis un ultimátum.
—Nati, ya sabes que mamá nos regaló este piso. Lo dio todo por nosotros, ahora nos toca corresponderle. Sergio y yo ayudaremos, no estarás sola.
Ella sabía que solo ayudarían cuando les conviniera. En realidad, todo caería sobre ella. Pero no discutió. Pidió un mes de permiso en el trabajo, “para cuidar de un familiar”, y puso una condición clara:
—Solo un mes. Luego lo volvemos a hablar. No me comprometo a más.
—Trato hecho. Mientras tanto, traeremos a mamá aquí, será más fácil. Así no hay que ir y venir.
A la mañana siguiente, Valentina, la madre de Alejo, llegó a su piso en Alcalá de Henares. Demacrada, se movía con dificultad. Trajeron una silla de ruedas, extendieron una manta, ordenaron las medicinas, colocaron palanganas, almohadas y mantas. El olor a lejía y vejez invadió la casa.
Alejo empezó a dar órdenes de inmediato:
—Ponle más cojín en la espalda. La sopa está fría, caliéntala. Y vigila que se tome las pastillas, ahora es tu responsabilidad.
Natalia calló y lo hizo todo. Pero ya no tenía cuarenta años. Le dolía la espalda, la presión le jugaba malas pasadas, las articulaciones le crujían. Y su suegra, como si lo hiciera a propósito, empezó con pequeñas maldades: derramaba el zumo, escondía las pastillas, se quejaba del ruido.
A los pocos días apareció Sergio con su mujer, Clara. Sin siquiera quitarse los abrigos, recorrieron el piso como si fuera un museo, comentando en voz alta: “Aquí mamá no podrá respirar”, “Aquí hay corriente”. Natalia se quedó en un rincón, como una sombra.
—Mamá, ¿cómo estás? ¿Nati no te molesta? —preguntó Sergio.
—Hijo, ¿quién querría cuidar de una vieja? —se quejó Valentina—. Me mira como si fuera una carga. Ni croquetas, ni cariño. Todo lo hace de mala gana…
Natalia no pudo aguantarse.
—Mañana habrá croquetas. Hoy hay filetes y sopa. ¿Para qué tanta comida de golpe?
—Nati —intervino Clara—, ¿cómo no vas a cocinar todos los días? ¡Es una persona mayor! Debes alimentarla como a un niño. ¿O es demasiado para ti?
—Clara, cocino, lavo, limpio, aseo… Prueba tú primero, luego hablamos. Cuando os toque a vosotros, haced lo que queráis.
—¡Yo tengo trabajo! No puedo. Y… ¡no sé hacerlo! —protestó Clara, perdiendo toda arrogancia.
Se marcharon igual que llegaron, sin ofrecer ayuda.
Y Alejo, a pesar de sus promesas, cada vez se esquivaba más:
—Nati, tú eres la mujer. Encárgate. Llego cansado del trabajo. Además, es tradición que las nueras cuiden de las suegras. Nadie se ha quejado antes.
Natalia calló. Contaba los días para volver al trabajo.
A las tres semanas, Alejo llegó con “noticias”:
—Sergio y yo lo hemos decidido. Mamá te dejará el piso en herencia. Tú dejas el trabajo y te ocupas de ella para siempre. Será justo.
—¿Qué? —Natalia palideció—. ¿De verdad crees que cambiaría mi vida por unos metros cuadrados? ¡No quiero un piso a costa de mi salud! ¡No quiero años de cuidados a cambio de una herencia!
—¡Piensa en nuestro hijo! Podríamos vender el piso, repartir el dinero, y a Íker le tocaría algo.
—¿Dentro de diez años? ¿Quince? ¿Y yo? ¿Tengo que borrarme?
Alejo calló, con expresión ofendida.
—Me da igual el piso, Alejo. Quiero vivir. Quiero volver a mi trabajo, tomar café por las mañanas, leer libros, no ir detrás de palanganas. Tienes un hermano, que asuma su parte. ¡O contratad una cuidadora!
—¡Es cuestión de dinero! ¡Y tu sueldo no llega a nada! En casa saldrías ganando.
—¡No! ¡Mi decisión es firme! —Natalia lo miró a los ojos—. Haced lo que queráis. Pero yo no cuidaré más de Valentina.
A la semana, Natalia hizo las maletas. Sin gritos, en silencio. Alquiló una habitación en un piso compartido. Su hijo, Íker, la apoyó: le prometió ayuda económica, llamadas, visitas.
Alejo pronto entendió que su madre necesitaba atención. Encontraron una cuidadora rápido. Profesional, con referencias.
Y Natalia, por primera vez en años, se sintió libre. Sin culpa. Sin obligaciones. Simplemente una mujer que, al fin, había elegido por sí misma.