**No es hoy**
Me encontré con ella por casualidad—en el paso subterráneo de la estación de Madrid, donde el aire olía a humedad, a café barato, a melodías callejeras y a pasos apresurados. Estaba allí, recostada contra una pared descascarada, con una guitarra en las manos, cantando. No fuerte, no para la multitud, pero con una voz que atravesaba el corazón. Cantaba como alguien que ya no teme ser escuchado ni olvidado. Lo hacía para sí misma, pero su voz, como un hilo, se enredaba entre el ruido de la gente, me encontraba y se clavaba en la memoria. Y la reconocí al instante.
La voz del pasado.
La voz que hacía latir mi corazón más rápido, las noches sentirse interminables y las esperanzas arder como velas que encendía en soledad. La voz que intenté ahogar durante años, pero que seguía viva en algún rincón de mi memoria, donde todo resuena demasiado claro, demasiado doloroso.
Lucía.
Llevaba la misma chaqueta—negra, gastada por el tiempo, como un viejo compañero de viaje. Su pelo estaba más largo, la barba más poblada, y en sus ojos esa misma chispa indescifrable, como si siempre estuviera a medio camino de algo imposible de explicar. Me quedé quieto. Saqué la cartera. Busqué monedas. Las dejé caer en el estuche abierto de la guitarra, y el tintineo sonó como un eco de lo que fuimos.
No levantó la vista de inmediato. Cuando lo hizo, no mostró sorpresa. Solo asintió, como si nos hubiéramos visto el día anterior, como si el tiempo no hubiera destrozado nuestras vidas.
—Hola—dijo suavemente—. Sigues siendo el mismo.
Sonreí con amargura:
—Y tú no eres la misma.
—La vida—encogió los hombros, y en ese gesto estaba toda su historia—. A unos les deja el rostro, a otros solo canciones.
—¿Y a ti qué te dejó?
—El camino. Y una docena de canciones que a nadie le importan.
Sonrió, pero en sus ojos ya no estaba esa audacia que antes me volvía loco. La canción que terminaba hablaba de trenes, de despedidas, de lo imposible que es volver atrás.
—¿Sigues cantando?—pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
—Ahora solo canto—respondió, con una liviandad que no recordaba en ella—. Es más honesto. Nadie pregunta por qué. Nadie espera que sea algo más.
—¿Y te basta con eso?
—Ahora sí. Antes corría detrás de algo más grande. Ahora solo vivo.
Callamos. La gente pasaba a nuestro lado, la ciudad hacía ruido sin saber que alguna vez nos unió un hilo frágil. Que yo la esperé bajo la farola de su casa, que escribí cartas que nunca leyó, que llamé a un vacío. Que desapareció sin una palabra, como si yo nunca hubiera existido.
—No podía hacerlo de otra manera—dijo de pronto, mirando hacia algún lugar—. No me justifico. Solo… estaba vacío. Destrozado.
—¿Y ahora?
Observó sus manos, las cuerdas de la guitarra. Las rozó con los dedos, y sonaron suavemente, como un eco lejano.
—Ahora al menos canto. Y no corro. Eso ya es algo, ¿no?
Asentí. Lento, con cuidado. Algo se movió dentro de mí—no dolor, no rencor, sino algo suave, casi sin peso. Como si una vieja melodía sonara otra vez, pero sin arrastrarme al pasado, sin hacerme llorar. Un eco ligero en el pecho, sin la pesadez de años atrás.
—Tengo que irme—dije—. Me esperan.
No intentó detenerme. Solo preguntó, casi en un susurro:
—¿Un café? Solo eso. Como antes. Sin pasado. Sin promesas.
La miré. A ese túnel, a la guitarra, a sus ojos donde aún vivía el viento de los caminos. Siempre fue así—en movimiento, un paso más allá, incluso cuando estaba cerca.
—No es hoy, Lucía—respondí—. Gracias. Ya no tomo “solo café”. Siempre termina siendo algo más.
Y me fui. Paso a paso, cada vez más firme. Sin mirar atrás. Como si con cada pisada dejara atrás no a ella, sino a la persona que fui, el que esperó, el que creyó.
Por delante, el bullicio, los encuentros, el trabajo, una noche tranquila con un libro. La vida que no se detiene. Que sigue adelante, sin mirar atrás, sin pausas.
A veces la gente vuelve. No para quedarse. Sino para recordarte que ya te fuiste. Y que fue lo correcto.
Me marché. Y por fin me sentí libre.