No se puede fingir que todo sigue igual

Desde pequeña, a Adriana le encantaba invitar a sus amigas a casa. Su madre siempre lo permitía porque a ella también le gustaba recibir gente. Adriana recordaba que, desde que tenía memoria, su casa siempre estaba llena de las amigas de su madre, sobre todo los fines de semana.

Los cumpleaños nunca pasaban sin invitados. Su padre, en cambio, era más tranquilo. No le molestaban las visitas, a veces incluso tomaba café con ellas y bromeaba. Pero la mayoría del tiempo, él se encerraba en el garaje, arreglando algo. No tenía muchos amigos, solo los vecinos de siempre.

A Adriana le gustaba cuando las amigas de su madre aparecían sin avisar, de paso. Casi nunca bebían vino, solo en ocasiones especiales. Preferían el café o el té. Cuando llegaban visitas, su madre se animaba, la casa se llenaba de risas y, a veces, hasta de canciones.

—Mamá, ¿pueden venir Lucía y Marta a casa? —preguntaba Adriana.

—Claro, hija, que vengan. En la mesa hay galletas y dulces, ofréceles algo —decía su madre antes de irse al trabajo.

Si pasaba mucho tiempo sin que llegaran visitas, su madre horneaba pasteles y decía:

—Voy a invitar a Nuria y a la tía Carmen, las vecinas de al lado. Adri, ve a llamarlas.

Así transcurría la vida. Cuando Adriana entró en la universidad, volvía los fines de semana con alguna compañera, e incluso en vacaciones, siempre con el permiso de su madre. La costumbre de recibir huéspedes se le había contagiado.

En el último año de carrera, Adriana se casó con Jorge, un compañero de estudios. Vivían solos y ella seguía invitando a sus amigas. Al principio, a Jorge no le gustaba la idea. Pero terminó aceptándolo.

—Jorgito, en mi casa siempre llegaba gente, es lo que conozco. ¿Te molesta si de vez en cuando invitamos a alguien?

—En mi casa casi nunca venía nadie. Mi madre no era muy hospitalaria. Si mi padre traía a un amigo del trabajo, era seguro que habría pelea. Pero si a ti te gusta, no me opongo —contestaba él, y con el tiempo se acostumbró.

Juntos decidían a quién invitar, y así se formó su círculo de amigos. A Jorge no le caía bien una amiga de Adriana, Sonia. Era viuda, siempre callada y con un aire triste.

—¿Cómo puedes ser tan cercana a Sonia? —preguntaba él—. Es tan seria, ni una sonrisa. Si no viene a reírse, ¿para qué viene?

—Pero conmigo habla y me da buenos consejos. Sonia no diría nada malo. Además, sabe escuchar y nunca traiciona una confidencia. A veces necesitas hablar con alguien así, no solo reírte.

—Vaya compañía elegiste…

—No, Jorge, a mí me gusta. No busca multitudes, viene cuando quiere estar en paz. Me hace sentir tranquila.

Pasaron los años. Adriana y Jorge construyeron una casa grande, tuvieron un hijo y seguían recibiendo amigos. A veces salían con los niños, pero mayormente se reunían en su casa, que tenía espacio de sobra.

Dos de las amigas de Adriana vivían con sus suegras, así que no podían alborotar mucho. Solo Laura vivía en su propio piso con su marido e hijo, pero igual prefería ir a casa de Adriana. A veces se juntaban con los esposos. Los hombres tomaban algo, ya fuera en el garaje o en el jardín, y así pasaban el rato.

Un día, Sonia, en medio de una conversación, soltó:

—Adriana, yo que tú no confiaría tanto en Laura. Ten cuidado, le presta demasiada atención a tu marido.

—¿Qué dices, Sonia? Laura solo es alegre, le gusta bromear —respondió Adriana, defendiendo a su amiga.

Pero después no pudo dejar de pensar en esas palabras.

—Quizá está celosa porque no tiene marido. Hasta mi madre me decía que me alejara de las amigas solteras. Tal vez debería distanciarme de ella.

Hablando con Jorge, él coincidió:

—Yo siempre te dije que era rara…

Finalmente, Adriana dejó de hablar con Sonia, pero su vida continuó igual. Seguía reuniéndose con sus amigas, ayudándose mutuamente. Si alguien viajaba, cuidaban de los niños del otro.

—Adri, ¿puedes recoger a Pablo del cole? —llamaba Laura—. Miguel se fue de pesca con los amigos y yo me quedo tarde en el trabajo.

—Claro, Laura, no hay problema, total nuestros hijos van al mismo sitio.

El tiempo pasó. Un día, al ir a buscar a su hijo Daniel al colegio, Adriana se encontró con Laura. Decidieron ir al parque juntas. Mientras caminaban, Pablo le preguntó a su madre:

—Mamá, ¿vendrá don Jorge hoy? Ayer me trajo unas patatas fritas riquísimas.

Laura no contestó, pero se ruborizó. A Adriana le llamó la atención. Su marido también se llamaba Jorge.

Aunque la noche anterior, él había ido a casa de su hermano, según dijo, para ayudarle con unos muebles. No volvió hasta casi medianoche.

—Bueno, habrá muchos Jorge —pensó Adriana—, pero Laura tiene marido…

Notó que Laura intentó hacer una llamada, pero su móvil estaba sin batería.

—Laura, ¿quieres usar el mío?

—No, no es urgente, voy a cargarlo en casa —contestó su amiga, inquieta.

Al final no fueron al parque. Laura agarró a Pablo de la mano y dijo:

—Adri, lo siento, se me olvidó que tengo que pasar por casa de mi madre. Otra vez será.

Y se marchó rápidamente, dejando a Adriana confundida.

—Bueno, pues nosotros también nos vamos —dijo Adriana, tomando a Daniel de la mano.

Durante el camino, no dejaba de pensar en Laura. Recordó cómo Jorge siempre elogiaba sus postres. Cuando las amigas visitaban, Laura solía traer una tarta de miel que todos alababan.

—La tarta de Laura es increíble —decía Jorge, incluso delante de ella.

—Tu marido es tan atento —comentaba Laura—. El mío ni se molesta en felicitarme.

También recordó que Jorge bromeaba más con Laura que con nadie.

—¿Habrá algo entre ellos? —pensó de repente—. No, no puede ser…

Pero la duda ya estaba sembrada.

No le dijo nada a Jorge, pero llamó a su cuñada, Elena:

—¿Comprasteis muebles ayer? Jorge me dijo que os ayudó.

—¿Jorge? No estuvo aquí. Y no hemos comprado nada —respondió Elena, sorprendida—. ¿Por qué?

—Ah, nada, debí de entender mal —mintió Adriana, colgando con el corazón acelerado.

Esa noche, cuando Jorge llegó, dejó el móvil en casa al salir al garaje. Adriana vio una notificación. Dudó, pero al final lo cogió. El mensaje era de Laura: «Pablo se escapó y le contó a tu mujer que estuviste ayer en casa».

Enojada, corrió al garaje con el móvil en la mano.

—¿Esto qué es? ¡Explícame!

Jorge lo leyó, levantó la vista lentamente.

—Perdona, Adriana, pero es verdad. No tiene sentido mentir. Ayer estuve con Laura.

Adriana se quedó petrificada. Esperaba una explicación, una excusa, pero no la hubo.

—¡Traidores! ¡No quiero verlos nunca más! —gritó antes de salir corriendo.

Jorge entró más tarde.

—Adriana, perdóname. Hagamos como si no hubiera pasado. Te lo juro, no se repetirá. Y con Laura… pues dejas de hablarle y todo vuelve a la normalidad.

—¿Normalidad? —Adriana estaba devastada—. No, Jorge. No se puede fingir que nada ha pasado. Me has engañado, quizá más vecesAdriana cerró la puerta con firmeza, sabiendo que, aunque el dolor era inmenso, al fin estaba libre de mentiras.

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MagistrUm
No se puede fingir que todo sigue igual