No vuelvas, nieto…
—Bueno, abuelo, ¡me voy! ¡Qué bien se está aquí, como cuando era pequeño! ¡El baño caliente fue increíble! ¡Como si hubiera renacido! ¿Qué tal si vengo otro fin de semana?
—Mejor que no vuelvas más, nieto… —La abuela se secó las manos en el delantal y soltó un suspiro hondo.
—¿Abuela, pero qué dices? —Eduardo se quedó paralizado. Estaba seguro de que, para ellos, él siempre había sido su nieto querido. Vivió con ellos hasta los doce, les llamaba “mamá” y “papá”.
—No vale la pena —cortó el abuelo con firmeza, mirándolo desde bajo sus cejas pobladas—. Ahora entiendo por qué tu mujer huyó de ti. Y dime, por el amor de Dios, ¿cómo te has vuelto así?
Movió la mano con desdén, dio media vuelta y, cojeando por su pierna maltrecha, se dirigió al cobertizo.
—¡A-abueeeelo! —La mujer salió descalza al porche, olvidando el viento frío de septiembre y la llovizna persistente. Las hojas del olmo volaban ciegas contra su rostro, mientras las nubes plomizas se apresuraban en el cielo.
—¡Abueeeelo, Eduardo llamó! ¡Viene de visita! ¡Qué alegría! —gritó con los ojos brillantes, apretando las manos contra el pecho.
El viejo se irguió con un crujido de espalda, secándose el sudor de la frente con la manga de su chaquetón raído.
—¿Qué haces descalza? ¡Vas a resfriarte! —refunfuñó, frunciendo el ceño—. Métete adentro, ya voy.
—Es que… no pude contenerme, el corazón me dio un vuelco…
—¡Adentro, te digo!
La anciana sollozó débilmente y se arrastró de vuelta a la casa. Pero por dentro, hervía. Eduardo, su Eduardito, su luz. Lo criaron desde la cuna: sus primeros pasos, su primera palabra—”abuela”. Y luego apareció su hija. Se lo llevó. Lo arrancó de ellos apenas “se enderezó”, después de doce años. Como si hubieran prestado algo y llegara la hora de devolverlo. El abuelo rugió de rabia entonces, maldijo a su hija, pero fue inútil. Se fueron. Eduardo lloraba, llamaba al principio, luego cada vez menos… hasta el silencio.
Y desde entonces, la casa quedó muda. Sus almas, vacías. Cuando se casó, ni siquiera les avisó. Lo supieron por otros. Duele. Duele mucho. Pero ahora llamó. Viene. La esperanza brotó caliente en sus pechos.
Tres días la abuela se movió como un torbellino, como antes de Navidad. Fregó los suelos, horneó pasteles. No dormía, imaginándolo: “¿Cómo estará? Seguro es un hombre hecho y derecho…”.
Al anochecer, un coche negro y reluciente entró al patio. Cristales opacos. Un escalofrío le recorrió la piel. Eduardo salió del vehículo: fornido, pelo corto, chaqueta moderna. Sonrió. Saludó.
—¡Abuelo, abuela! ¿Tenéis algo de comer? ¡Me muero de hambre!
—Claro, nieto. Pasa…
Nadie esperaba regalos—no eran tiempos para eso—pero al menos un gesto… algo…
Se atiborró, puso los pies sobre la mesa, encendió un cigarillo y empezó a contar lo “genial” que iba su vida. El abuelo torció la boca, le temblaron los labios, y salió hacia la leñera.
Pero él siguió. Habló de su mujer—hija de un político. Que no lo “valoraba”, que se quejaba a su padre. Que lo obligaban a trabajar, y él “no se casó para eso”. Lo despidieron. Sin casa. Ahora era chófer. “El coche negro, vedado como la noche”.
—Necesito dinero—dijo—. Vosotros ya habéis vivido. Ahora me toca a mí.
El abuelo partía leña en silencio. Le habría gustado ensuciarse las manos, pero la abuela lo detuvo. Lo llevó adentro. Mientras, ella escuchaba a ese hombre extraño, santiguándose en secreto. Pasada la medianoche, él se durmió sobre la mesa, con la copa vacía en la mano.
Por la mañana, fresco como una lechuga. Exigió bañarse otra vez. Comió. Y en el porche, anunció:
—Bueno, me voy.
—Pues vete —gruñó el abuelo, abrigándose en su chaquetón.
La abuela lo miró y supo: había envejecido diez años en una noche. Hundido, encogido.
—Eduardito—murmuró, ajustándose el pañuelo—, una cosa antes de irte. El mundo no gira a tu alrededor. Eres polvo. Como trates, así te tratarán. Y tu alma… es como los cristales de tu coche. Parece que está, pero no deja ver nada.
Lo bendijo con la señal de la cruz y siguió al abuelo, la mano sobre el corazón. En ese otoño pesado, de pronto entendió: la primavera no volvería para ellos.
Y que no vuelvas nunca más…