Oye, amiga, tengo que contarte lo que está pasando en casa de Lidia. Resulta que su marido, Miguel, sigue con la misma actitud de siempre.
¿Y tú qué esperabas? le gruñó Miguel. ¿Crees que te mentí antes? Yo te dije que no me gustan los niños.
Lidia sollozó:
Miguel, ¿cómo puedes no amar a tu propio hijo? ¿A tu descendencia? Ni siquiera lo llamas por su nombre ¿Qué ese es para ti?
El pequeño Tito, de un año, con la boca llena de papilla, soltó de golpe su sonajero.
El bebé se quedó inmóvil un segundo, inhaló hondo y soltó un llanto tan fuerte que a Lidia le resonó en los oídos.
Se lanzó al sillón, lo agarró en brazos y miró a Miguel.
Miguel, sin inmutarse, siguió desayunando.
Tranquila, ya se levanta le murmuró Lidia, tratando de calmarse. Papá lo recogerá. Miguel, pásame, se ha quedado al lado de tu pie.
Miguel bajó la mirada. Un pequeño elefante de goma amarillo reposaba a un centímetro de su zapato. Lo empujó con la punta del pie y untó el pan con mantequilla.
¡Miguel! explotó Lidia. ¿Por qué lo patea? ¿Te cuesta agacharte?
Miguel se levantó en silencio, fue a la cafetera, pulsó el botón y esperó a que el chorro negro llenara la taza antes de volverse hacia ella.
Lidia, llego tarde, tengo una reunión en cuarenta minutos y aún no he desayunado.
¡Mañana el tráfico está fatal! le contestó ella. ¡Toma tú el sonajero! Y no quiero acercarme al niño con la camisa limpia, que no se me manche.
¿Y la camisa? replicó él. Al niño le llora todo el día, ¿a ti no te importa?
Te pasa eso todo el día, no? respondió Lidia con calma. Es su pasatiempo molerme los nervios. Vale, me voy.
Se dio un beso en la mejilla, esquivó los manitas pegajosos de Tito y salió de la cocina.
¡Papá! Tito extendió su boquita sin dientes en una amplia sonrisa.
Miguel ni siquiera le prestó atención.
Hasta luego dijo y salió disparado.
Un par de minutos después la puerta se cerró de golpe; Lidia se dejó caer en una silla y empezó a llorar a gritos.
¿Qué le ha pasado? ¿Qué habrá hecho mal? ¿Y qué habrá hecho el niño para que el padre lo odie tanto?
Tito, sintiendo el humor de su madre, dejó de quejarse y empezó a esparcir la papilla por la mesa.
Lidia, entre sollozos, trató de calmarse. No quería que el niño se desanimara.
De pronto recordó la conversación que tuvo con Miguel justo después de la boda:
Lidia, la verdad, los niños no me gustan. Ninguno. Me marean con su ruido, su suciedad, su desorden y sus quejas sin fin
¿Para qué queremos eso? bromeó ella. No vamos a tener hijos, ¿no?
Miguel se rió y respondió:
Venga ya, Lidia. Todos los hombres dicen eso hasta que tienen a su crío en brazos. El instinto se despierta, ni te das cuenta.
Pero el instinto nunca despertó en él y el hijo que tiene lo rechaza.
***
Al mediodía llegaron los padres de Lidia. Carmen, su madre, entró primero en el piso, seguida de su padre, Sergio, cargando una caja del último juego de construcción.
¿Dónde está nuestro rey? ¿Dónde está nuestro director? tronó Sergio al cruzar el umbral. ¡Anda, ven al abuelo!
Tito chilló de alegría y los siguientes dos horas la casa se llenó de risas y torres de bloques.
Lidia, por fin, se sentó en el sofá con una taza de té, viendo a su padre construir y a su madre darle al niño puré de manzana mientras cantaba rimas divertidas.
Lidia, pareces pálida, comentó su madre. ¿Miguel volvió tarde ayer?
Llegó a tiempo respondió Lidia, apartando la mirada. Sólo estoy cansada.
Carmen frunció el ceño. Lo había visto todo: la ausencia de fotos familiares con el niño, salvo las del alta hospitalaria, donde Miguel parecía un rehén. Sabía que su yerno nunca preguntaba por los dientes ni por las vacunas; nunca mostraba interés por su hijo.
¿Él siquiera se le acerca? preguntó Sergio en voz baja.
Papá, no empieces. Tiene trabajo, está cansado.
¡Trabajo! bufó Sergio. Yo trabajé doble cuando ustedes eran niños. Pero yo no me acercaba a la cuna, ¡yo estaba de guardia toda la noche para que la madre pudiera dormir! Y él este… señorón.
Sergio, tranquilo intervino Carmen. Lidia, ¿por qué no hablas con él? Necesita un padre, un ejemplo masculino.
Ya te lo he dicho mil veces, madre.
Lidia se abrazó a sí misma, avergonzada por su marido y por haber elegido a un padre tan inadecuado para su hijo.
¿Y qué dice él? preguntó Carmen, escupiendo la palabra. Déjalo crecer. Cuando sea hombre, podremos hablar. Mientras tanto, es tu responsabilidad.
¿Sólo tu responsabilidad? exclamó la madre, tirando la servilleta. ¿No lo criaste tú también?
Esa noche, cuando los padres se marcharon, Lidia volvió a sentir el ánimo por los suelos. Tenía que preparar la cena, recoger los juguetes y evitar que Miguel se tropiece de nuevo.
Miguel volvió a las ocho.
Hola tiró las llaves al cajón. ¿Hay algo de comer? Tengo hambre como un lobo.
Hay albóndigas al horno y ensalada en la mesa salió Lidia al pasillo, secándose las manos. Tito ha dicho hoy dos palabras nuevas: abuela y dame.
Qué bien respondió Miguel, tirándose la chaqueta. Espero que dame no sea por mi sueldo que ya me está costando mucho.
Se rió de su chiste y se dirigió al dormitorio a cambiarse. Lidia se quedó paralizada. No era una simple grosería, era indiferencia absoluta hacia el único heredero.
***
A Tito le dolían los dientes. El bebé lloró desde la mañana, y la familia no podía conciliar el sueño.
Lidia lo llevaba en brazos, le untaba la encía con gel, ponía dibujos animados, pero nada funcionaba.
Miguel tenía día libre. Se sentó en la sala con el portátil, intentando ver una serie con auriculares, pero el llanto del niño se colaba incluso a través del cancelador de ruido.
Alrededor de las dos de la tarde, Lidia intentó acostar a Tito a la siesta. Era su única oportunidad para ducharse y descansar un rato.
Pero Tito se resistía, hacía acrobacias, lanzaba el chupete y gritaba hasta que el candelabro tembló.
La puerta del dormitorio se abrió de golpe: Miguel, furioso, entró.
Lidia, ¡¿hasta cuándo?! rugió. Llevo cuatro horas escuchando este concierto y me revienta la cabeza.
Tito, asustado por la voz, empezó a temblar, y Lidia perdió el control:
¿Crees que me gusta? ¡Le duelen los dientes! ¡Le duele!
¡Haz algo! ¡Cállalo! ¡Dale una pastilla!
¡Ya le di! ¡Necesita dormir!
Miguel se acercó y se plantó sobre ella.
Escucha, basta de torturarlo. Si no quiere dormir, no lo obligues. Déjalo que se mueva, que grite en otra habitación. Llévalo a la cocina y cierra la puerta.
¿Estás loco? Lidia apenas pudo articular. Tiene solo un año, necesita la siesta.
Si no duerme ahora, al atardecer será un infierno. Ni tu sistema nervioso ni el mío lo aguantarán.
¡A mí me vale lo que le pase! Si no duerme de día, por la noche se apagará más rápido. ¿Lo ves lógico?
Estoy harto de tus quejas. Quiero descansar en casa, ¿entendés?
¿Descansar? Lidia, con la voz temblorosa, sostuvo al hijo que sollozaba. ¿Quieres descansar tú? Yo ni he comido nada, ni puedo ir al baño sin él.
Ya basta, heroína del día a día. Todos nacen, todos crían, y tú eres la más desdichada.
Déjalo que juegue en el suelo, y tú ve a cocinar o lo que tengas que hacer eso lo entretendrá.
¿Entiendes lo que dices? le gritó Lidia. Es tu hijo. Le duelen los dientes. ¿Quieres privarlo del sueño solo para seguir con tu serie?
¡Propongo una solución! bramó Miguel. Si no duerme, no lo obligues. ¡Así de simple!
Tito volvió a llorar, refugiando su carita en el pecho de su madre. Lidia miró a Miguel con repulsión.
Sal de aquí le susurró.
¿Qué? preguntó él, desconcertado.
Sal de la habitación y cierra la puerta.
Miguel se quedó un segundo, resopló y salió, cerrando la puerta de golpe.
Veinte minutos después, el pequeño Tito, exhausto, se quedó dormido, respirando con hipo.
Lidia salió a la cocina. Miguel estaba en la mesa, comiendo un bocadillo y mirando el móvil.
Llamé a tu madre ayer dijo Lidia, apoyándose en el marco de la puerta.
Miguel se tensó y dejó el móvil.
¿Por qué?
Quería entender qué pasa entre nosotros. Le pregunté cómo eras, cómo te criaron tus padres.
Me contó que su padre nunca lo soltó de la mano, que pescaba con él desde los tres años, que le leía cuentos. Creció rodeado de cariño.
Entonces, ¿de dónde sacas eso? le espetó Miguel.
No me quejé, pedí consejo.
¿Consejo? se rió. Mi madre me dijo que soy un seco, que estoy destruyendo la familia.
¿Me conviertes en un monstruo? le preguntó Lidia en voz baja. Mírate, vives como vecino de comunidad.
No la he llamado por su nombre en una semana. Solo el, ese. ¿Lo odias?
Miguel se quedó en silencio.
No lo odio dijo finalmente solo no sé qué hacer con él.
Grita, huele, exige, exige
Yo llego a casa y encuentro caos, quiero silencio, ver una película contigo. En vez de eso hay pañales, juguetes bajo los pies y tu carita siempre amargada.
Es solo una fase, Miguel. Los niños crecen
Crecen demasiado, Lidia. Lo advertí, te dije la verdad: no me gustan. ¿Pensaste que estaba bromeando? ¿O que el amor de madre cambiaría eso?
Pensé que eras un adulto. Que no me gustan los niños y no me gusta mi hijo eran cosas diferentes.
Resulta que son lo mismo replicó él, tirando el bocadillo a la basura. Me voy a dar una vuelta. Necesito aire.
Vete le dijo Lidia, girándose hacia el fregadero. Vete. Tito y yo no vamos a acostumbrarnos a eso.
Miguel se puso la chaqueta y salió, y Lidia llamó a sus padres, urgente.
***
Esa noche Tito se despertó de buen humor. El dolor de muela había pasado y corría por la alfombra intentando atrapar al gato que se escondía bajo el sofá.
Miguel volvió dos horas después. Lidia no reaccionó. Él se dejó caer en el sillón y buscó el control remoto.
Tito vio a su padre, sonrió y, con sus piernas temblorosas, se arrastró hasta el sillón, se agarró al pantalón de Miguel y le metió la carita en la mano.
¡Pa! gritó, entregándole su coche de juguete.
Lidia se quedó inmóvil, temiendo respirar. Miguel lanzó una mirada rápida al hijo y, con una mueca, le dijo a Lidia:
Déjalo, que me deje ver la tele. ¿Por qué se ha pegado a mí? ¡Vete con tu madre!
Lidia tomó a Tito y lo llevó al dormitorio. Un rato después sacó dos enormes maletas. Cuando apenas había abierto la puerta, se oyó el timbre: los padres habían vuelto a buscar a Lidia y al nieto.
La suegra había intentado que Lidia volviera durante un mes, pero ella no se movía.
Después de la mudanza, Lidia había presentado la demanda de divorcio; no quería volver a vivir con él.
Miguel, de repente, se dio cuenta y empezó a buscar encuentros con Lidia y el niño, pero ella decidió llevarlo todo a los tribunales.
Tito lo criará su abuelo, el verdadero hombre, el que sí sabe lo que es ser padre.






