¡No quiero una madrastra!

María no quería volver a casa. Su padre había soltado esa mañana que traería a otra “novia” para que la conociera. Otra vez tendría que forzar una sonrisa falsa, fingir ser una niña obediente, solo para que aquella mujer extraña se quedara en su hogar. Pero ya estaba harta de ese eterno carnaval.

Tras el divorcio de sus padres, el piso en Zaragoza se convirtió en un zoco. Su padre traía una “mamá” tras otra, y a veces María lamentaba haber elegido vivir con él. Su madre era fría como el viento del Moncayo: para ella, el trabajo siempre fue lo primero. María creció bajo el cuidado de sus abuelas, mientras su madre solo la regañaba por la más mínima falta. ¿Amor? ¿Cariño? Eso solo existía en sus sueños.

Su madre mantenía a la familia, ganaba dinero, pero ¿a qué precio? María pensaba a menudo: preferiría una madre de verdad, no una máquina de hacer billetes. Cuando el matrimonio se rompió, sus padres se separaron como si arrojaran un peso muerto. Cada uno empezó una vida nueva, pero María quedó al margen, como un mueble olvidado.

Intentó llamar la atención de su madre: faltaba a clase, contestaba a los profesores, cualquier cosa para que la mirara. Pero solo recibía gritos y humillaciones. Tras otra bronca, cuando la llamaron al colegio, su madre la golpeó y la echó de casa. María empacó su mochila y se fue con su padre. Su madre ni siquiera intentó detenerla; al contrario, suspiró aliviada.

Con su padre, Javier, la vida fue más llevadera. María sentía su calor, su amor sincero. Se aplicó en los estudios, dejó de rebelarse. Las abuelas ayudaban en casa mientras él trabajaba largas horas para mantenerlos. En aquel piso en las afueras de Zaragoza, por fin hubo un frágil refugio, el consuelo que tanto anhelaba.

Pero todo cambió cuando su padre decidió que quería una nueva esposa. Desde entonces, su casa se llenó de mujeres ajenas. María las recibía con desdén, espantándolas a propósito. No quería “madres” que la vieran como un estorbo. Pero esta vez, su padre fue firme: «María, ¡basta de caprichos! Lo hago por ti, quiero que tengamos una familia de verdad».

Al cruzar el umbral, escuchó una voz conocida. El corazón le dio un vuelvo. Dejó las zapatillas y asomó a la puerta del salón. Allí, sentada a la mesa, estaba su profesora favorita, Doña Carmen. La adoraba: amable, justa, siempre dispuesta a escuchar. ¿Pero qué hacía allí?

Resultó que había ido a hablar de sus notas. María se quedó aturdida. De pronto, imaginó que Doña Carmen podía ser parte de su familia. ¿Sería ella la “novia”? Contuvo el aliento, temiendo ahuyentar la esperanza. Pero la conversación terminó, y Doña Carmen se marchó, dejándola confundida.

Antes de recuperarse, sonó el timbre. En la puerta había una desconocida: joven, maquillada, con una sonrisa sobrada. María sintió que algo se rompía dentro. ¡Había creído que Doña Carmen no estaba allí por casualidad! Desesperada, corrió a su cuarto, cerró de golpe y lloró hasta quedarse sin lágrimas.

Se encerró hasta que su abuela llegó al anochecer. María le soltó todo su miedo y dolor. «¡No quiero madrastras! ¿Por qué papá no ve que sufro?», sollozó. Su abuela, tras escucharla, la abrazó fuerte. Sabía lo duro que era para María, con el alma hecha trizas por el abandono.

La abuela habló con Javier. Decidieron que no traerían más “novias” hasta que ella estuviera lista. Pero en la mente de María ya crecía un plan. Estaba decidida a unir a su padre con Doña Carmen. Si los sueños podían hacerse realidad, ¿por qué no ayudar a este? Juró hacer lo necesario para que su profesora favorita entrara en su familia.

En lo más profundo, creía que su sueño se cumpliría. Porque hasta en la noche más oscura, siempre hay un resquicio de luz, ¿verdad?

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MagistrUm
¡No quiero una madrastra!