—¡No quiero una hija así! —gritaba Dolores Mendoza, agitando una hoja arrugada—. ¡Eres la vergüenza de la familia! ¿Cómo voy a mirar a la gente a los ojos?
—Mamá, cálmate, por favor —rogaba Carmen, en el umbral de la cocina, los ojos enrojecidos—. Hablemos con calma.
—¿De qué vamos a hablar? —la voz materna subía de tono—. Dejaste la universidad, no encuentras un trabajo decente, ¡y ahora esto! Te has liado con cualquiera, ¡la comadreo del barrio lo sabrá!
Doña Manuela, la vecina del tercero, asomó la cabeza en el pasillo al oír los gritos. Dolores advirtió su mirada curiosa y se enfureció más.
—¿Ves? ¡Hasta las vecinas se enteran! —arrojó el papel sobre la mesa—. Veinticinco años criándote, dándote lo mejor, ¡y así me pagas!
Carmen recogió la hoja caída y la alisó con manos temblorosas. Era la solicitud de matrimonio. La suya.
—Mamá, pero soy feliz —intentó explicar—. Julio es buen hombre, me quiere…
—¿Bueno? —Dolores soltó una risotada amarga—. ¡Divorciado con un niño, sin trabajo fijo, diez años mayor que tú! ¡Un chupóptero sin más!
—¡No es verdad! Julio trabaja, tiene taller de mecánica en Embajadores…
—¡Taller! —bufó su madre—. ¿Un garaje, querrás decir? ¿Y piensas vivir toda la vida oliendo a gasolina y grasa?
Carmen se dejó caer en una silla, las piernas flojas. Había ensayado esa conversación días enteros, buscando comprensión. Nada salió como esperaba.
—Mamá, ya no soy una niña. Tengo veinticinco.
—¡Exacto! —exclamó Dolores—. A tu edad, yo ya estaba casada con tu padre, trabajaba en la fábrica de conservas, sacábamos la casa adelante. ¿Y tú? Dando tumbos por ahí con cualquiera.
—Papá a ti también te dejó —murmuró Carmen, arrepintiéndose al instante.
El rostro materno palideció de furia.
—¡Cómo te atreves! ¡Tu padre falleció en un accidente! ¡No nos abandonó!
—Perdona, mamá, no quise decir eso…
—¡Sí que lo quisiste! —Dolores recorrió la cocina como un felino enjaulado—. ¿Quieres repetir mi vida? ¿Quedarte sola con un crío? ¡Ese tal Julio ya destrozó una familia!
—Se divorciaron de común acuerdo. Simplemente no funcionó.
—¡Ah, no funcionó! —su madre se sentó frente a ella—. ¿Y contigo sí? ¿Sabes dónde te metes? ¡Tiene un hijo de antes! ¡Debe pagar pensiones! ¿Qué quedará para ti?
Carmen enmudeció, frotándose las sienes. Los gritos le partían la cabeza, un dolor sordo en el pecho. Había soñado con compartir su felicidad, preparar juntas la boda, elegir el vestido…
—Y dime —continuó Dolores—, ¿dónde lo encontraste? ¿En qué cueva?
—En el cumpleaños de Lucía Hidalgo. ¿Te acuerdas?
—¡Lucía Hidalgo! —su madre alzó las manos—. ¿Esa caimana que va por el tercer marido? ¡Vaya amistades tienes!
—Mamá, ¿qué importa Lucía? Julio estaba allí por casualidad, un amigo lo invitó…
—¡Casualidad! Esos hombres nunca van de casualidad. Buscan a incautas como tú.
Carmen se levantó de un salto.
—¡Basta! ¡Ni siquiera lo conoces!
—¿Para qué conocerlo? —Dolores se alzó—. Lo veo en tu cara. Andas como alma en pena, delgaducha, ojeras… ¿Así es tu felicidad?
—He adelgazado por los nervios. Sabía que te opondrías.
—¡Claro que me opongo! No te saqué adelante para que se la regales al primero.
Sonó el timbre. Ambas callaron, alerta.
—¿Es él? —sisearon Dolores.
—Sí, quedamos en vernos.
—¡Ni loca! ¡A mi casa no entra!
—Mamá, ¡por favor! Conócelo aunque sea. Quizá cambies de opinión.
—¡Jamás!
El timbre repicó, más insistente.
—Carmen, soy yo —dijo una voz al otro lado.
La muchacha miró a su madre suplicante.
—Cinco minutos.
Dolores dudó, pero la curiosidad pudo.
—Que entre. Solo cinco minutos. Y que no vuelva.
Carmen abrió. Un hombre alto, treintaicinco años, ojos cansados, sostenía un ramo de rosas blancas.
—Buenas tardes —dijo entrando—. ¿Doña Dolores? Soy Julio.
La madre lo escrutó de arriba abajo. Vaqueros, chaqueta de cuero, manos de faena. Justo como se lo imaginaba.
—Buenas —respondió ella secamente, sin dar la mano.
—Para usted —Julio alargó las flores—. Carmen habla mucho de usted.
—Ahorre halagos —cortó Dolores, pero aceptó el ramo—. Pasen a la cocina.
Se sentaron. Julio parecía sereno, pero Carmen vio sus hombros tensos.
—Así que quiere casarse con mi hija —inició Dolores sin rodeos.
—Sí. La amo.
—Ámala. ¿Y puede mantenerla?
—Puedo. Trabajo, los ingresos son estables.
—En un garaje.
—En un
A pesar de sus dudas, el tiempo le revelaría que aquel sacrificio valía la pena al ver brillar la felicidad auténtica en los ojos de su hija cada atardecer compartido en el patio de la vieja casa familiar.