No quiero una hija así

–¡Me da igual esta hija! – gritaba Valeria De la Cruz, agitando una hoja arrugada. –¡Deshonras a la familia! ¿Cómo voy a mirar a la gente a la cara?

–Mamá, cálmate, por favor, – suplicaba Catalina Lina Delgado, en el quicio de la cocina con los ojos rojos del llanto. –Hablemos tranquilamente.

–¿De qué puedo hablar? – la voz materna subía de tono. –Dejar la universidad, sin hallar un trabajo decente… ¡y ahora encima esto! ¡Liada con quién sabe quién, la vergüenza ajena del vecindario!

La vecina tía Ana María, del piso de al lado, asomó con cautela al oír la trifulca. Valeria captó su mirada fisgona y se encendió más.

–¿Ves? ¡Hasta las vecinas están al tanto! – arrojó el papel sobre la mesa de mármol. –Veinticinco años criándote, dándote lo mejor, ¡y así me lo pagas!

Lina recogió la hoja caída, alisándola con manos temblorosas. Era la solicitud de matrimonio. La suya.

–Mamá, pero soy feliz, – intentó explicar. –El que yo quiero, Javier, es buena persona, me quiere…

–¿Buena persona? – Valeria soltó una risotada seca, amarga. –¡Divorciado, con un niño, sin empleo fijo, y diez años mayor que tú! ¡Un chulo de tres al cuarto!

–¡Mentira! Javi trabaja, tiene su taller mecánico de coches…

–¿Taller? – bufó la madre. –¡Un garaje querrás decir! ¿Y vas a vivir oliendo a gasolina y grasa?

Lina se desplomó en una silla, las rodallas flojas. Ensayó este momento días enteros, calculando palabras, soñando comprensión. Nada salió según lo planeado.

–Mamá, ya no soy una niña. Tengo veinticinco años.

–¡Exacto! – exclamó Valeria. –¡A tu edad yo ya estaba casada con tu padre, trabajando en la fábrica, a puntito de la asignación de vivienda! ¿Tú en qué andas? De acá para allá sin rumbo, con quién sabe quién.

–Papá te dejó igual, – musitó Lina, arrepintiéndose al instante.

El rostro materno empalideció de rabia.

–¿Cómo te atreves? ¡Tu padre tuvo un accidente de coche! ¡No nos abandonó!

–Perdona, mamá, no quise decir eso…

–¡Eso es! – Valeria recorrió la cocina como una tigresa enjaulada. –¿Quieres repetir mi vida? ¿Quedarte sola con un niño a cuestas? ¡Tu Javier ya destrozó una familia!

–Se divorciaron de mutuo acuerdo. Simplemente no funcionó.

–¡Claro, no funcionó! – la madre se sentó frente a ella. –¿Y contigo funcionará? ¿Sabes dónde te metes? ¡El niño de su primer matrimonio! ¡Debe pagar pensiones! ¿Qué te tocará a ti?

Lina callaba, frotándose las sienes. La cabeza le explotaba, un peso sordo anclado en el pecho. Tanto que anheló contarle a su madre su dicha, elegir juntas el traje de novia, preparar la boda…

–En fin, – continuó Valeria. –¿Dónde lo encontraste? ¿En qué cueva?

–En el cumple de Clara Montes. ¿Recuerdas que te conté?

–¡Clara Montes! – la madre alzó las manos. –¡Esa ligona que va por su tercer marido? ¡Vaya amistades!

–Mamá, ¿qué tiene que ver Clara? Javier fue de casualidad, lo invitó un amigo…

–¡Casualidad! Hombres así nada es casual. Buscan a cándidas como tú a propósito.

Lina se levantó de un salto.

–¡Basta! Ni lo conoces y ya le juzgas.

–¿Para qué conocerlo? – Valeria también se puso en pie. –Te veo y lo sé. Andas como alma en pena, más delgada que un espárrago, ojeras del tamaño de ciruelas. ¿Eso es tu felicidad?

–Engordé por los nervios. Sabía que te opondrías.

–¡Claro que me opongo! No te crié para que dieras tu vida al primero que pasa.

Sonó el timbre. Ambas enmudecieron, alertas.

–¿Es él? – sisearon Valeria.

–Sí, quedamos en vernos.

–¡Ni de broma! ¡Aquí no pisa!

–Mamá, ¡por favor! Conócelo al menos. Quizás cambies de parecer.

–¡Jamás!

El timbre repitió, más insistente.

–Linita, soy yo, – dijo una voz masculina tras la puerta.

Lina miró a su madre suplicante.

–Mamá, cinco minutos.

Valeria dudó, pero la curiosidad venció.

–Que pase. Pero cinco minutos. Y que no vuelva por aquí.

Lina abrió. Un hombre alto, de unos treinta y cinco años, pelo oscuro y mirada cansada. En sus manos, un ramo de claveles blancos.

–Buenas tardes, – dijo al entrar. –¿Señora De la Cruz? Soy Javier Salazar.

La madre de Lina lo escrutó. Tejanos, cazadora de piel, manos fuertes de trabajo
Valeria Martínez agitó el papel arrugado con violencia, su rostro congestionado por la indignación.
—¡No necesito una hija así! ¡Deshonras a la familia! ¿Cómo miraré a los vecinos a la cara?

Catalina, en el umbral de la cocina, enjugaba lágrimas con los puños enrojecidos.
—Madre, cálmate, por favor —suplicó—. Hablemos con serenidad.

—¿Hablar? —la voz de Valeria se volvió aguda—. Abandonaste la universidad, sin oficio decente, ¡y encima esto! Te has liado con cualquiera, ¡el escándalo del barrio!

La vecina Doña Manuela asomó la cabeza en el rellano, atraída por los gritos. Valeria captó su mirada fisgona y la ira la ahogó.
—¿Ves? ¡Hasta las comadres lo saben ya! —arrojó el documento sobre la mesa—. Veinticinco años criándote, dándote lo mejor, ¡y así me lo pagas!

Catalina recogió el folio tembloroso: la solicitud de matrimonio. *Su* solicitud.
—Mamá, pero soy feliz —balbuceó—. Alejandro es bueno, me quiere…

—¿Bueno? —Valeria soltó una carcajada amarga—. ¡Divorciado con un niño, sin trabajo fijo, diez años mayor! ¡Un vividor de manual!

—¡Mentira! Alejandro tiene taller mecánico en Carabanchel…

—¿Taller? —resopló su madre—. ¡Un garaje! ¿Vivirás entre gasolina y grasa?

Catalina se desplomó en la silla, las piernas flojas. Había ensayado este momento días enteros. Todo se torcía.
—Ya no soy una niña. Tengo veinticinco.

—¡Exacto! —gritó Valeria—. A tu edad yo llevaba dos años casada con tu padre y trabajaba en Telefónica. ¡Y tú? Deambulas con quién sabe quién.

—Papá también nos abandonó —murmuró Catalina, arrepintiéndose al instante.

La palidez de Valeria se trocó en furia.
—¡Cómo te atreves! Tu padre murió en accidente. ¡No nos abandonó!

—Perdona, no quise…

—¡Claro que lo quisiste! —Valeria recorría la cocina como un felino enjaulado—. ¿Repetirás mi historia? ¿Madre soltera con un crío? ¡Ese tal Alejandro ya destruyó una familia!

—Fue mutuo…

—¡Mutuo! —se sentó frente a ella, clavándole los ojos—. ¿Y contigo contará? ¿Sabes lo que espera? ¡Un niño de por medio, pensión alimenticia! ¿Qué sacarás tú?

Catalina masajeaba sus sienes. El dolor en el pecho rivalizaba con el martilleo en su cabeza. Había soñado con elegir el vestido juntas…

—¿Y dónde lo conociste? ¿En qué tugurio?

—En el cumple de Rocío Quintana. ¿Recuerdas?

—¡Esa descocada que va por el tercer marido! Vaya amistades —crujió Valeria—. Esos hombres no aparecen “por casualidad”. Buscan ingenuas como tú.

Catalina se irguió.
—¡Basta! Ni siquiera lo conoces.

—Me basta verte —escupió Valeria de pie—. Andas como sonámbula, has enflaquecido, ojeras negras… ¿Eso es ser feliz?

—¡Es por los nervios! Sabía que te opondrías.

—¡Y con razón! No te crié para que cualquiera te arruinara la vida.

Timbrazo en la entrada. Silencio súbito.
—¿Es él? —siseó Valeria.
—Sí… quedamos.
—¡Jamás entrará aquí!
—Cinco minutos, madre. Por favor —rogó Catalina.
Valeria contuvo el aliento. La curiosidad venció.
—Que pase. Pero ni un minuto más.

Alejandro, alto, mirada cansada, sostenía claveles blancos.
—Buenas tardes. Valeria Martínez, supongo —las manos curtidas ofrecían las flores—. Soy Alejandro.

Ella lo escrutó: tejanos, cazadora de cuero. Justo como lo imaginó.
—Hola —respondió glacial, evitando dar la mano.
—Para usted. Catalina habla tanto de…
—No se moleste en adular —cortó Valeria, aceptando las flores—. Pase.

Sentados en la cocina, la tensión vibraba en los hombros de Alejandro.
—Así que quiere casarse con mi hija.
—La amo.
—¿Y la mantendrá?
—Tengo trabajo estable.
—En un garaje.
—Taller con tres empleados —rectificó él.
—¿Paga la pensión?
—¡Mamá! —protestó Catalina, ruborizada.
—Sí. Es mi hijo.
Valeria esbozó una sonrisa ácida.
—Entonces, ¿de qué vivirá Catalina?
—Comprendo su preocupación, Valeria. No la usaré. Cuidaré de ella.
—Bonitas palabras. ¿Y su primera mujer? ¿También la cuidó?
Alejandro respiró hondo.
—Nos casamos jóvenes. Ella ansiaba lujos; yo empezaba el negocio. Puro enfrentamiento.
—¿Y con Catalina será distinto?
—Sí. Somos compatibles.

Valeria se acercó a la ventana.
—Catalina, sal. Hablaré a solas con tu prometido.

A solas, su mirada perforó la del hombre.
—Escúcheme bien. Es mi única hija. Invertí mi vida en ella. ¿Qué le ofrece *realmente*?
—Amor. Lealtad.
—Palabras. ¿Dónde vivirán? ¿Aquí?
—Tengo piso de alquiler en Vallecas. Lo pondré a nuestro nombre.
—¿Alquiler? ¿Y vivienda propia?
—Ahorro para una hipoteca. En un año, tal vez…
Valeria negó con desdén.
—*Tal vez*. ¿
Tres años más tarde, mientras Valentina mecía a su nieto en el balcón florido de la casa que Alejandro y Catalina habían comprado con esfuerzo, sus temores se disolvieron como azúcar en el café de la mañana, comprendiendo que las advertencias de la razón a veces nublan la certeza del corazón.

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