Isabel Álvarez se detuvo frente al portal y respiró hondo. Las bolsas de la compra le pesaban en los brazos, y subir al cuarto piso sin ascensor cada vez costaba más. Setenta y tres años no eran ninguna broma, aunque ella jamás lo admitiría.
—¡Tía Isabel! —una voz la llamó desde abajo—. ¡Espere, la ayudo!
Isabel se volvió y vio a su vecino del tercero subiendo las escaleras. Un chico joven, David, creía que se llamaba, que trabajaba de informático. Siempre con auriculares, pero educado.
—No hace falta, yo puedo sola —replicó seca, apretando las bolsas contra su cuerpo.
—Venga, tía Isabel, no me cuesta nada. Total, yo también subo a casa.
David intentó coger una de las bolsas, pero Isabel retiró el brazo con brusquedad.
—¡Que he dicho que no! No soy una niña, las llevo yo.
El chico se quedó parado en el escalón, desconcertado.
—Bueno… como quiera.
La adelantó y desapareció en el rellano. Isabel lo siguió con la mirada, malhumorada. ¡Menudo salvador! Seguro que luego por ahí contaría lo achacosa que era la vieja del cuarto.
Subió despacio, parando en cada descansillo. Las bolsas pesaban de verdad —había comprado para toda la semana, para no tener que salir más—, pero reconocerlo estaba por encima de sus fuerzas.
Por fin llegó a su puerta. Las llaves, como no, en el fondo del bolso. Mientras las buscaba, una bolsa se le escapó y cayó al suelo. Las manzanas rodaron por el rellano.
—Maldita sea —masculló entre dientes.
La puerta del piso de al lado se entreabrió.
—¿Isabel? ¿Qué ha pasado? —asomó Carmen López, la vecina del quinto.
—Nada, nada —refunfuñó Isabel, recogiendo las manzanas—. Se ha roto la bolsa.
—¡Ay, déjeme que la ayude! —Carmen salió en zapatillas—. ¿Y ha subido usted sola con todo esto? Podía haberme llamado, habríamos ido juntas.
—No necesito su ayuda —Isabel se incorporó de golpe, apretando las manzanas contra el pecho—. Ya me valgo sola.
—Pero, mujer, ¿por qué es tan orgullosa? —Carmen alzó las manos—. Somos vecinas, hay que ayudarse.
—¡No quiero su compasión! —casi gritó Isabel—. ¡Y ocúpese de lo suyo!
Abrió la puerta a toda prisa y la cerró de un portazo, dejando a Carmen plantada en el rellano con cara de ofendida.
Dentro, el piso estaba en silencio y fresco. Isabel dejó las bolsas en la cocina y se desplomó en una silla. Las manos le temblaban de cansancio y rabia.
¿Qué querían todos de ella? ¿Por qué no la dejaban en paz? Llevaba años viviendo sola y se había apañado bien. Pero ahora no paraban de entrometerse con sus ayudas.
Empezó a guardar la compra. Pan, leche, jamón, latas. Lo justo. La carne no había llegado, pero no importaba. Lo importante era que nadie pudiera decir que no podía valerse.
Sonó el teléfono. Isabel miró el identificador: era su hija, Laura, llamando desde Madrid.
—Hola, mamá, ¿qué tal? —preguntó al otro lado.
—Todo bien —respondió Isabel, forzando un tono animado.
—He pensado que podríamos contratarte una asistenta. Una mujer de confianza. Vendría una vez por semana, limpiaría, haría la compra…
—¿Asistenta? —frunció el ceño—. ¿Me crees una inválida?
—No, mamá, es para facilitarte las cosas. Y a mí me quitarías un peso.
—No quiero a nadie en casa. Yo hago mis cosas y punto.
—Mamá, no seas testaruda. Ya tienes setenta y tres años…
—¿Y qué? —estalló Isabel—. ¿Quieres meterme en una residencia? ¿O directamente en el ataúd?
—¿Pero qué dices? —Laura se quedó desconcertada—. Solo quiero ayudarte.
—¡No necesito que nadie me ayude! ¡Estoy harta! Todo el mundo actúa como si fuera una inútil.
—Mamá, ¿te encuentras bien? Suenas enfadada.
—Estoy normal. Cansada de tanta compasión.
Colgó sin dejar que su hija terminara. El corazón le latía fuerte, con un golpeteo en las sienes. Fue al salón y se dejó caer en su sillón favorito.
La habitación estaba amueblada con piezas antiguas pero sólidas. En las paredes, fotos: su boda con el difunto Antonio, Laura pequeña en brazos, reuniones familiares. Antes la alegraban; ahora solo le daban pena.
Volvió a sonar el teléfono. Isabel no se movió. Que llamaran. No quería hablar con nadie.
Pero las llamadas no cesaban. Llevaban diez minutos sonando sin parar.
—¡Pero qué demonios! —no aguantó más y descolgó.
—Mamá, ¿por qué colgaste? —la voz de Laura sonaba alarmada—. Me asusté, pensé que te había pasado algo.
—No ha pasado nada. No tenía ganas de hablar.
—Oye, ¿y si te vienes a Madrid? Tenemos el cuarto libre desde que Javier se independizó. Estarías con los nietos, no tan sola…
Isabel sintió un nudo en la garganta.
—No quiero mudarme. Llevo cuarenta años aquí, esta es mi casa.
—Pero estás completamente sola. ¿Y si te ocurre algo?
—¿Qué va a ocurrirme? Todavía no me he deshecho.
—Mamá, ¿por qué eres así? Solo me preocupo por ti.
—¡No necesito que nadie se preocupe! —repitió Isabel—. He vivido sin eso y seguiré viviendo.
Esta vez no solo colgó, sino que desenchufó el teléfono. Que llamaran ahora.
En el silencio que siguió, Isabel se quedó mirando por la ventana. Fuera, niños jugando, madres paseando carritos. La vida seguía su curso.
Y ella, encerrada en su piso vacío, enfadada con el mundo entero.
¿Por qué creían que estaba indefensa? Sí, se movía más lento, se cansaba antes. Pero ¿era eso motivo de lástima? ¿No podían dejarla en paz?
Recordó cuando Carmen le propuso cocinar juntas.
—¿Para qué vamos a cocinar por separado? —decía—. Hacemos en un piso y repartimos. Más barato y más divertido.
Isabel había dicho que no. No quería deberle nada. ¿Y si luego Carmen iba contando que mantenía a la pobre vieja?
O David, aquel chico. La semana pasada la vio llegar cargada e insistió en ayudarla con las bolsas. Casi le soltó una grosería. ¿Se burlaba? ¿O de verdad quería echarla una mano?
Isabel negó con la cabeza. No, no podía ser. La gente no era tan buena. Seguro que todos tenían segundas intenciones.
Por la noche, al preparar la cena, vio que la leche se había cortado. Debía de haberse calentado en la bolsa mientras subía. Tendría que volver al súper.
Afuera ya era de noche. A Isabel no le gustaba salir de noche, pero no le quedaba otra. Se puso el abrigo y salió.
El camino al supermercado le llevó un cuarto de hora. Andaba despacio, esquivando los adoquines desiguales. Las farolas alumbraban poco, los charcos reflejaban luz amarillenta.
Dentro, el local estaba lleno y ruidosoAl día siguiente, mientras amasaba la masa para el pastel de manzana, Isabel sintió por primera vez en años que la vida, con sus dificultades y sus pequeñas ayudas, valía la pena ser vivida.