¡No quiero ser madre! ¡Quiero salir de casa! Me confesó mi hija.
Mi hija se quedó embarazada con apenas quince años. Lo ocultó durante mucho tiempo. Mi marido y yo nos enteramos cuando ya estaba de cinco meses. Por supuesto, nunca consideramos la opción de abortar.
Jamás llegamos a saber quién era el padre de la criatura. Mi hija explicó que apenas estuvieron juntos tres meses y luego rompieron la relación. Ni siquiera recordaba con exactitud qué edad tenía él.
Quizás diecisiete, tal vez dieciocho o incluso diecinueve respondía, encogiéndose de hombros.
Mi marido y yo nos quedamos paralizados ante la noticia; sabíamos que algo así transformaría por completo nuestras vidas. Además, nuestra hija no paraba de decir que quería tener al bebé, que le hacía ilusión ser madre. Yo intuía que no comprendía realmente lo que significaba traer una vida al mundo.
Cuatro meses después nació un niño precioso, sano y fuerte, aunque el parto fue muy duro y ella tardó otros cuatro meses en recuperarse. Sin mi ayuda no habría podido con todo, así que dejé mi trabajo y me dediqué a cuidar de ella y de mi nieto.
Pero al poco tiempo, cuando recuperó las fuerzas, ya no quería ni acercarse al niño. Dormía toda la noche y durante el día no se ocupaba de él. Yo hacía todo lo posible: hablaba con ella, le rogaba, le explicaba e incluso llegué a gritar porque sentía que no me ayudaba nada. Hasta que un día, me dijo:
Veo que tú le quieres de verdad ¡Adóptalo tú! Yo seré como su hermana. No quiero ser madre, quiero salir con mis amigas, ir a las discotecas, divertirme.
Pensé que quizá sufría una depresión posparto, pero no era así. Simplemente no sentía ningún apego por su hijo.
Finalmente, decidimos tomar cartas en el asunto y junto a mi marido conseguimos la custodia de nuestro nieto. Mi hija se volvió imprevisible. Ya no nos obedecía; salía por las noches y regresaba a casa de madrugada, desentendiéndose completamente del niño.
Así pasaron varios años. Ya pensábamos que nada cambiaría. Sin embargo, nuestro nieto crecía, se volvía cada vez más despierto, caminaba, hablaba y era siempre sonreído, lleno de alegría.
Se emocionaba muchísimo cuando mi hija volvía a casa: corría hacia ella, la abrazaba y le contaba mil cosas. Poco a poco, el corazón de mi hija empezó a transformarse; se convirtió en una madre maravillosa. Ahora dedica todo su tiempo libre a su hijo, no cesa de abrazarlo y llenarlo de besos. Muchas veces repite:
¡Qué feliz soy de tener un hijo! Es el tesoro más grande de mi vida. ¡No lo cambiaría por nada ni por nadie!
Ahora, tanto mi marido como yo sentimos una gran tranquilidad; por fin la armonía reina en nuestra familia.
Y de todo esto aprendí que el amor no siempre florece de inmediato, pero con paciencia y comprensión, a veces acaba llenando el corazón de las personas cuando menos se espera.







