**Diario de un padre**
No quiero acabar siendo una carga en la vejez.
Mi hijo se casó hace diez años. Desde entonces, él, su mujer y su hija viven apretados en un pequeño piso de una habitación. Hace siete años, Mario compró un terreno y empezó a construir poco a poco su casa. Al principio, todo fue silencio. Al año siguiente, pusieron la valla y echaron los cimientos. Luego, otra vez el vacío—no había dinero. Así ha ido todo este tiempo: lento, difícil, pero él ahorraba para los materiales sin rendirse.
En todos estos años solo lograron levantar la planta baja. Sin embargo, sueñan con una casa de dos pisos donde quepan ellos y yo. Mi hijo es bondadoso, siempre me dice: «Padre, vivirás con nosotros, tendrás tu propia habitación». Para invertir en la obra, incluso cambiaron su piso de dos habitaciones por uno más pequeño, y la diferencia la metieron en la construcción. Pero ahora están agobiados, sobre todo con la niña.
Cada vez que vienen a verme, hablan de la obra: dónde irá el baño, cómo aislarán las paredes, qué cableado pondrán… Los escuchó, pero mi corazón se encoge. Ni una palabra sobre mi salud, ni interés por cómo estoy—solo paredes, tuberías, áticos.
Un día me atreví a preguntar directamente:
—¿Queréis que venda mi piso?
Se alegraron mucho. Se animaron, empezaron a contarme con entusiasmo cómo viviríamos juntos. Pero yo miraba a mi nuera y sabía que no podría vivir bajo el mismo techo que ella. No me soporta, y yo apenas aguanto para no decirle algo de lo que me arrepienta.
Aún así, duele ver a mi hijo esforzarse tanto. Tardará diez años más en terminar esa casa si no le ayudo. De verdad quiero aliviarle el peso. Pero le hice la pregunta clave:
—¿Y dónde viviré mientras tanto?
La respuesta no se hizo esperar. Mi nuera, siempre con sus «ideas geniales», soltó:
—Tienes esa casita en el pueblo, podrías quedarte allí. Tranquilo, tranquila, sin molestar a nadie.
Sí, tengo la casita. Pero es de madera, con cuarenta años a sus espaldas. Sin calefacción. Claro, en verano es agradable pasar el día, respirar aire fresco, coger una manzana del árbol. ¿Pero en invierno? ¿Tendré que cortar leña? ¿Ir al baño bajo la nieve? Ya me fallan las piernas y la presión no ayuda. Me da miedo ir sola, y ellos quieren que pase allí *el invierno*.
Intenté razonar:
—Allí hace frío, el baño está fuera, no hay comodidades.
Pero me contestaron:
—La gente vive en pueblos y no se muere.
Así de claro. Ni siquiera me ofrecieron quedarme con ellos mientras terminan la obra. Solo: «Vende tu piso, la construcción está parada».
Hace poco, además, escuché a mi nuera hablando con su madre por teléfono:
—Podríamos llevarlo a vivir con el vecino, que se acompañen. Así vendemos el piso antes de que cambie de idea.
Se me doblaron las piernas. Ya lo han decidido todo por mí. Yo pensaba que tendría al menos una habitación, pero su plan es dejarme con el vecino y quedarse con las llaves de mi casa.
Voy a ver a Julián, el vecino. Es viudo, vive solo. Charlamos, tomamos café, recordamos viejos tiempos. ¿Pero vivir con él? ¿Y encima por obligación? Es humillante.
A veces pienso: quizá debería vender el piso. Invertir el dinero en la casa, ayudar a mi hijo. Tal vez después sí me reserve un rincón. ¿O será bondadoso conmigo?
Pero luego miro a mi nuera, recuerdo sus palabras… Y el miedo me inunda: ¿y si luego me echan? ¿Y si otra vez me mandan a la casita del pueblo con un «gracias»?
Cumplo setenta pronto. No quiero quedarme en la calle. No quiero ser un anciano desvalido, empujado de un lado a otro. No quiero morir en esa casita helada, bajo una manta, con ratas rondando. Y, desde luego, no quiero ser una carga para mi hijo y su mujer.
Solo quiero una vejez en paz. En mi casa. En mi cama. Donde todo está en su sitio. Donde puedo cerrar los ojos sin miedo.
Soy padre, sí. Pero también soy una persona.