No quiero quedarme sola en la vejez.
Mi hijo se casó hace diez años. Desde entonces, él, su mujer y su hija viven apretados en un pequeño piso de una habitación. Hace siete años, Gregorio compró un terreno y comenzó, poco a poco, a construir una casa. Al principio, hubo un largo silencio. Al año, levantaron la valla y echaron los cimientos. Luego, otra vez el silencio: no había dinero. Así ha seguido todo este tiempo: despacio, con esfuerzo, pero ahorrando para los materiales, sin rendirse.
En todos estos años, solo han construido la planta baja. Y sueñan con una casa de dos pisos, donde haya sitio para ellos y para mí. Mi hijo es bueno, siempre me decía: “Mamá, tú también vivirás con nosotros, tendrás tu propia habitación”. Para invertir en la obra, incluso cambiaron su piso de dos habitaciones por uno más pequeño, y la diferencia la metieron en la casa. Pero ahora están más apretados, sobre todo con la niña.
Cada vez que vienen a verme, hablan de la construcción. Me cuentan dónde irá el baño, cómo aislarán las paredes, qué tipo de cableado pondrán… Yo los escucho, pero el corazón no me queda tranquilo. Ni una palabra sobre mi salud, ni interés por cómo estoy: solo paredes, tuberías, desvanes…
Hasta que un día me atreví a preguntar directamente:
—¿Entonces, debo vender mi piso?
Se alegraron mucho. Se pusieron nerviosos, empezaron a contarme con entusiasmo cómo viviríamos juntos. Pero yo miraba a mi nuera y sabía que no quería vivir bajo el mismo techo que ella. No me soporta, y yo apenas aguanto para no decirle de lo que pienso.
Pero el corazón me duele por mi hijo. Él se esfuerza, lucha. Si no le ayudo, tardará otros diez años en terminar esa casa. Y sí, quiero aliviarle la vida. Pero hice la pregunta más importante:
—¿Y dónde voy a vivir yo?
La respuesta no se hizo esperar. Mi nuera, siempre con sus “geniales” ideas, soltó:
—Tienes esa casita en el pueblo, ahí puedes vivir. Tranquila, en paz, sin molestar a nadie.
La casita está ahí, sí. Pero es una construcción de madera que tiene cuarenta años. Sin calefacción. En verano, puedes pasar un día, respirar aire fresco, coger una manzana. ¿Pero en invierno? ¿Partir leña? ¿Ir al baño entre la nieve? Ya me fallan las piernas, la presión me sube. Me da miedo ir sola, y ellos me proponen ¡PASAR EL INVIERNO ALLÍ!
Intenté explicarles:
—Allí hace frío, el baño está fuera, no hay condiciones…
Y ellos contestaron:
—La gente en los pueblos vive así y no se muere.
Así de simple. Ni siquiera me ofrecieron quedarme con ellos hasta que terminaran la casa, no dijeron que estarían cerca. Solo: “Vende tu piso, ¡la obra está parada!”.
Y hace poco, escuché a mi nuera hablando por teléfono con su madre:
—Podríamos llevarla a vivir con el vecino, que se acompañen. Y vender el piso rápido, antes de que cambie de idea.
Se me doblaron las piernas. Conque así, ¿eh? Ya han decidido mi futuro. Y yo que pensaba que tendría al menos una habitación en esa casa. Pero ellos prefieren dejarme con el vecino y quedarse con las llaves de mi piso…
Voy a ver a Agustín, el vecino. Es viudo, vive solo. Charlamos, tomamos café, recordamos la juventud. ¿Pero vivir con él? ¿Y encima por obligación? Eso es humillante.
Me siento y pienso: quizá debería vender el piso. Meter el dinero en la casa, ayudar a mi hijo. ¿Y si después, de verdad, me deja un rinconcito? ¿Y si es bueno conmigo?
Pero luego miro a mi nuera, recuerdo sus palabras… Y el miedo me ahoga: ¿y si después me echan? ¿Y si otra vez me mandan a la casita del pueblo y me dicen “gracias”?
Pronto cumpliré setenta. No quiero quedarme en la calle. No quiero ser una anciana indefensa, empujada de un lado a otro. No quiero morir en esa casita fría, bajo una manta, con las ratas rondando. Y desde luego, no quiero ser una carga para mi hijo y su mujer.
Solo quiero una vejez en paz. En mi casa. En mi cama. Donde sé dónde está cada cosa. Donde no tenga miedo de cerrar los ojos.
Soy madre, sí. Pero también soy una persona.