No quiero discutir, pero ¿cuándo arreglarás la estantería?

El sueño comenzó con una discusión absurda. “Yo tampoco quiero pelear, pero ¿cuándo vas a clavar de una vez esa maldita estantería?”

Era sábado por la mañana, y después del desayuno, Laura había empezado con la limpieza del piso. Miguel, cómodamente instalado en el sofá de la cocina con su portátil, se limitaba a desplazar el dedo por la pantalla, perdido en las redes sociales. Su única tarea pendiente era sacar la basura… más tarde.

De pronto, apareció una foto de su viejo amigo Javier, con quien había estudiado en la universidad. La imagen, llena de sonrisas, venía acompañada de un mensaje triunfal: “¡Por fin! ¡Lo hemos conseguido! ¡Estrenamos piso! Todos invitados a celebrarlo con nosotros. ¡Venid a verlo y os entrarán ganas de mudaros!”. Siguió el enlace y se encontró con un álbum de fotos del apartamento, retratado desde todos los ángulos posibles.

Ese piso lo había heredado Javier un año atrás, tras la muerte de su abuela. No se había reformado en cuarenta años, y los muebles parecían sacados de otra época. Era invivible sin una inversión brutal, dinero que él no tenía. Javier estuvo a punto de venderlo de inmediato para acelerar el plan de comprar algo mejor con su mujer, Marta.

Pero Marta se negó en redondo. El piso estaba hecho polvo, sí, pero en pleno centro histórico de Madrid. Propuso usar sus ahorros para reformarlo y venderlo luego por el triple. Así sí podrían permitirse el sueño de un piso más grande.

Un año de obras después, el resultado era irreconocible. Según Javier, habían descubierto “el potencial oculto” del lugar. Derribaron tabiques, unieron la cocina con el salón, jugaron con colores y muebles minimalistas. Ya no parecía un piso, sino un escaparate de revista.

Los comentarios llovían, mezcla de felicitaciones, admiración y envidia. Muchos asumían que habían contratado a un diseñador de interiores.

“¡Para nada! Investigamos en internet, vimos ideas… Lo hicimos todo nosotros, excepto picar paredes y el suelo. Marta eligió los detalles”, defendía Javier.

Miguel lo felicitó, disimulando las punzadas de envidia. Él y Laura vivían en un estudio. Un amigo de su padre, viudo y recién mudado a Estados Unidos, les había prestado el piso bajo una condición: no tocarlo. No estaba mal: recién casados y con techo gratis. Pero al ver las fotos, su hogar le pareció de repente cutre y aburrido.

Él mismo había intentado ligar con Marta en primero de carrera, pero ella escogió a Javier. El muy afortunado. Marta siempre tuvo un gusto exquisito. Hasta un ignorante como Miguel notaba cómo convertía lo ordinario en elegante.

Claro, Javier hizo el trabajo sucio, pero el talento era todo de Marta. Miguel miró alrededor: su cocina era plana, sosa. Le había gustado… hasta ahora.

“—¡Javier, qué crack!—”, murmuró, agarró el portátil y se lanzó hacia el salón, olvidando la regla no escrita de no molestar a Laura durante la limpieza. Mejor esperar a que descargara su mal humor…

Laura estaba de puntillas, estirada como un junco, limpiando con cuidado una estantería colgante. A Miguel siempre le había fascinado su figura. Justo entonces, la estantería crujió. Los tornillos bailaban, aguantando milagrosamente. Los libros seguían apilados en el suelo desde hacía semanas.

Intentó escapar antes de que lo viera, pero ella se giró, apartándose un mechón de la cara.

“—¿Qué haces ahí parado? Mejor harías clavando eso—.”

“—Quería enseñarte… Mira qué reforma ha hecho Javier con Marta en el piso de su abuela. Yo tampoco diría que no a algo así…—”, empezó, pero se calló al ver su expresión.

“—Enséñame—”, pidió Laura con voz gélida.

Miguel le mostró las fotos, intentando no sonar demasiado entusiasmado ni resentido.

“—Sí. Fantástico—”, comentó ella secamente antes de clavarle la mirada.

“—¿Qué?—”

“—Mi abuela está sana y no piensa morirse pronto. Además, tiene dos nietos…—”

“—Que viva cien años. Javier dice que lo hizo todo él solo. Marta solo dio ideas—.”

“—Ajá—.”

“—¿No lo pillas? ¡Te lo he pedido mil veces! Los libros llevan un mes en el suelo, llenándose de polvo. Llevamos un año aquí, y cada día algo se cae. ¿Tengo que llamar a alguien para que clave una maldita estantería? ¿No te da vergüenza? Por Marta, seguro que no solo harías reformas, ¡le construirías una casa!—”

“—Ahí vamos…—”, suspiró él. “—Todo es digital hoy, y tú comprando libros de papel—”, masculló antes de cerrar el portátil y refugiarse en la cocina.

“—No, espera—”, Laura lo siguió. “—Siempre que hablamos de la estantería, te vuelves sordo. Yo no me meto con tu colección de discos. Podrías escuchar todo en internet, pero no te critico. Hagamos un trato: sacas tus discos del armario y los pones en el suelo, y yo pongo mis libros allí. Quizá así te animas—.”

“—Mejor compramos una librería—”, sugirió él, buscando tregua.

“—O mejor compramos un piso nuevo, más grande, donde podamos hacer lo que queramos—”, replicó ella.

“—Laura, no quiero pelear. No debería haber mencionado el piso—.”, se rindió Miguel.

“—Yo tampoco quiero pelear. Pero ¿cuándo vas a clavar esa estantería?—”

“—Mañana voy a casa de mi padre a por el taladro y… Mierda, están en la finca todo el fin de semana. Prometo que el lunes voy—.”

“—Sí, claro. Cuántas veces he oído eso…—”, dijo ella, alejándose con un gesto de frustración.

*«¿Por qué diablos mencioné ese piso?»*, maldijo mentalmente antes de enviarle a Javier un mensaje culpándolo indirectamente de la bronca.

*«Tranquilo. ¿Crees que Marta y yo no discutimos? Durante la reforma, casi nos divorciamos tres veces. Hasta escribió la solicitud. La convencí a duras penas. Laura es genial—*, respondió su amigo.

Y Miguel lo sabía. Laura cocinaba bien, la casa estaba impecable, y nunca fingía dolores de cabeza como otras. ¿Qué más podía pedir un hombre?

*«Si llevo el taladro el lunes y empiezo a taladrar, todo se llenará de polvo. Volveré a ser el malo. Pero tengo que arreglar esa estantería antes del próximo sábado, o esto acabará mal. Odio taladrar. Quizá sí deberíamos comprar una librería… Aunque ella dijo que no queda bien. Maldito Javier—*, pensó, resignado.

Laura limpió en silencio el resto del día. El lunes por la mañana, le recordó lo del taladro.

“—Ya va siendo hora de que tengamos uno propio—”, añadió.

Pero Miguel, cómo no, se olvidó.

Al día siguiente, Laura se demoraba antes de ir al trabajo.

“—¿Vas a salir?—”, la apuró él. “—Llegaremos tarde—.”

“—Ve tú. Yo he pedido permiso para llegar tarde. He contratado a un ‘manitas’ por internet. Al fin y al cabo, no fuiste a por el taladro. Además, la cuerda de la enredadera está rota, y el cerrojo del baño no funciona—.”

“—Ayer fue un día largo—”, se justificó él.

“—Todos tus días son largos. ¿Por qué? No trabajas descargando camiones—”, replicó ella con sorna.

“—¿Para qué cerrar el baño si estamos solos?—”, dijo él, sincerEl sueño terminó abruptamente cuando sonó el timbre y Miguel, al abrir la puerta, se encontró cara a cara con el mismo ‘manitas’ de antes, quien sostenía una bolsa llena de herramientas y sonreía con complicidad al ver a Laura, que apareció tras él con una mirada que lo dejó claro: esta vez, la estantería sí quedaría bien clavada.

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MagistrUm
No quiero discutir, pero ¿cuándo arreglarás la estantería?