¿No quieres ayudar a tu hermana? Está sufriendo tras el divorcio, criticó la madre.

-Lo que debería hacer es ayudar a tu hermana, que está pasando un mal momento tras el divorcio, – reprochó la madre.

Dos hermanas estaban sentadas alrededor de la mesa redonda en la casa de su madre, escuchando las quejas que ella tenía.

-¡Tu Pablo es un holgazán de verdad! – afirmó María Delgado sin tapujos. – Trabaja en una garita y trae a casa una miseria.

-Mamá, ¿no son sesenta mil euros suficiente dinero para ti? – protestó la hija menor, Carmen.

-A mí me da igual. Lo principal es que pueda mantenerte, – dijo la madre, frunciendo el ceño.

-Claro que me mantiene, – respondió la joven, frunciendo el ceño.

-No lo veo así. Ayer mismo viniste a pedirme cincuenta euros, – le recordó María Delgado. – Si él no puede mantenerte, divorciate. Encuentra a alguien que pueda. Además, ten en cuenta que, mirándolo, se nota que no anda bien de la cabeza.

-Mamá, creo que eso ya es demasiado, – intervino en defensa de su hermana Elena, quien había estado en silencio.

-¿Acaso no digo la verdad? Mira cómo es, pelirrojo y hasta cecea, – dijo la mujer con una sonrisa sardónica. – Valga, mereces algo mejor. Aún estás a tiempo de divorciarte, – añadió ella, dirigiéndose a su hija menor.

-Mamá, Pablo es un manitas. Además, de cara no se vive, – indicó Elena, viendo cómo la madre presionaba a su hermana. – Si lo miras desde un punto de vista materialista, él tiene un apartamento, un coche, y claramente la ama.

María Delgado miró con desdén a su hija mayor, que según sus ojos, se metía donde no la llamaban.

-Tú misma vives sola a pesar de tener treinta años, así que no des consejos, – replicó la madre, restándole importancia a Elena. – A los cuarenta te he de ver buscando algo decente…

Carmen escuchaba a su madre y hermana con una expresión indiferente, mirando de una a la otra.

-Lo defiendes mucho… Su apartamento es pequeño, en un edificio viejo, y su coche es nacional, – resumió María Delgado de manera despectiva.

-¿Y tú, qué piensas, Carmen? – le preguntó Elena a su hermana, quien había permanecido callada.

-No sé, quizás mamá tiene razón, – murmuró la joven, que al principio defendía a su esposo, pero se había dejado influenciar por su madre. – Hace unos días me dijo que debería buscar un empleo…

-¡Lo ves! – María Delgado cruzó sus brazos sobre su vientre. – Ya hemos llegado a ese punto. Me da miedo pensar en qué será lo próximo.

-¿Y por qué Carmen no debería trabajar? No mucha gente puede permitirse el lujo de quedarse en casa. Me sorprende que Pablo no la haya empujado a trabajar antes, – comentó Elena.

-No entiendo por qué estás tan decidida a defenderlo. ¿Acaso guardas esperanzas por él? – la madre clavo su mirada en su hija.

-Porque temo que con toda tu presión arruines la vida de mi hermana, – explicó Elena con calma.

-Eso ya no es de tu incumbencia, – rugió furiosa María Delgado contra su hija mayor. – Te metes con tus consejos. Carmen merece algo mejor. Si él realmente la amara, haría todo para que ella viviera bien. Vale, ya si Pablo fuera alguien especial de aspecto, al menos se destacaría, pero ni eso…

Carmen, con la boca abierta, estaba sentada en la mesa, siguiendo cada una de las palabras de su madre.

Las lecciones de María Delgado surtieron efecto. En poco tiempo, Carmen comenzó a cuestionar a Pablo.

-¿Crees que ganas lo suficiente? – le preguntó a su marido.

-Está bien, ¿por qué?

-A mí no me lo parece, – respondió Carmen con un movimiento negativo de cabeza. – Creo que deberías buscar otro trabajo.

-¿Otro? A mí me vale donde estoy, – dijo él con indiferencia, aunque algo inquieto.

-¡A mí no! – declaró firmemente la joven. – El apartamento es pequeño, el coche es nacional… Ni siquiera puedo presumir ante los vecinos…

-Extraño. Antes te parecía todo bien, – reflexionó Pablo. – ¿Qué ha cambiado?

-No ha cambiado nada, solo que ahora veo las cosas de una manera diferente. Antes las emociones nublaban mi visión, pero ahora lo veo todo con claridad, – intentó justificarse Carmen ante su esposo.

-Muy bien, – respondió él con frialdad, pensando que con esto ella se calmaría.

No obstante, animada por María Delgado, Carmen siguió presionando a Pablo.

-Mira, tu descontento comienza a molestarme, – murmuró él entre dientes. – He oído suficiente, pero incluso queriendo, no puedo hacer nada más por ti.

-Necesito un esposo que progrese, no que se quede en el mismo lugar, – dijo Carmen con frialdad.

-Lo siento por no ser ese alguien, – replicó Pablo, y al entrar al dormitorio, abrió el armario donde estaban las pertenencias de su esposa. – ¡Empaca tus cosas!

-¿Adónde se supone que debo ir? – preguntó sorprendida.

-A donde haya un nuevo apartamento y un coche extranjero, – manifestó él de manera seca. – Nunca me perdonaría si vives toda tu vida con un perdedor como yo. Estoy seguro de que algún día encontrarás a quien te cubra de oro y diamantes. Lamentablemente, yo no puedo…

María Delgado fue la primera en saber que Pablo había echado a su hija de casa.

-¡Qué sinvergüenza! ¿Quién diría que él podía llegar a eso? Nunca debiste casarte con él, – decía la madre, maldiciendo a su yerno.

-Solo le pedí que progresara y ganara más, – decía Carmen mientras se secaba las lágrimas.

-¿Qué hay que hablar de él? Un tipo vulgar, aquí y en China. No te preocupes, encontrarás a alguien mejor, y Pablo se arrepentirá y estará rogándote, – consoló su madre.

Quedándose sin apartamento ni esposo, Carmen se mudó al cuarto de su infancia en la casa de su madre.

-¿Y ahora qué harás? – preguntó Elena a su hermana, que había llegado al ser llamada por su madre.

-Nada, – dijo Carmen con indiferencia y se sumergió en su teléfono.

-¿No has pensado en buscar trabajo? – insinuó directamente Elena a su hermana menor.

-No, ¿para qué? Solo encontraré a un tipo más rico que Pablo, – respondió Carmen con seguridad.

-¿Por qué molestar a tu hermana? Ha pasado por un fuerte estrés, merece descansar, – intervino María Delgado en favor de su hija menor.

Durante unos dos meses, la madre cargó con Carmen, que se había quedado en casa sin hacer nada.

Sin embargo, pronto María Delgado se dio cuenta de que no podía manejar la situación sola, así que llamó a Elena y le pidió que viniera.

Después del trabajo, Elena pasó por casa de su madre, pensando que tenía algo urgente que decirle.

-¿No piensas ayudar a tu hermana? – preguntó María Delgado con reproche.

-¿En qué debería ayudarla?

-No en qué, sino cómo, – corrigió la mujer a su hija. – En lo económico. Nos resulta difícil a las dos.

-¿Quién te obligó a manipular a Carmen para que se divorciara? – sorprendió Elena a su madre con una declaración inesperada. – Si no te hubieras metido, todo estaría bien.

-¡Cómo te atreves a decir eso! – María Delgado se llevó la mano al pecho. – ¿Cómo puedes hablar así? ¡Pablo es un desgraciado y cobarde que no supo manejar una chica como Carmen! ¡Sal ahora mismo de aquí, que no quiero verte más! Vienes dando sermones en lugar de ayudar.

Con las palabras de su madre, Carmen salió con una actitud desafiante.

-¿Defendiendo a quien me traicionó y me dejó en la calle?

-¡Tú te lo buscaste! Deja de escuchar a mamá…

-¿Ahora quieres darme lecciones? ¿Crees que eres tan lista? ¿Por qué tú misma estás soltera? – gritó Carmen.

Elena sacudió la cabeza y, oyendo las histerias de su madre y hermana, se dirigió a la puerta.

No le quedaron ganas de seguir relacionándose con ellas, igual que Carmen y María Delgado no tenían intención de seguir hablando con ella.

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¿No quieres ayudar a tu hermana? Está sufriendo tras el divorcio, criticó la madre.