—No queremos vivir aquí, hijo. Volvemos a casa. No nos quedan fuerzas— sus padres renunciaron al lujo de la ciudad por su pueblo natal.
—¿Tus padres se han vuelto locos, Adrián? ¡Cualquiera soñaría con esto! Un piso de cuatro habitaciones, comida siempre lista, todo al alcance. ¡Y para ellos nada es suficiente!— dijo Natalia, su esposa, con irritación.
—Mide tus palabras, Natalia— respondió Adrián con gesto serio.
—¡Pero es la verdad! No quieren aprender a usar los electrodomésticos, no salen a la calle, siempre insatisfechos. ¿Por qué no pueden simplemente estar agradecidos?
Adrián calló. Él tampoco entendía qué ocurría. Sus padres habían cambiado. Antes eran activos, alegres, llenos de vida… ahora eran sombras que vagaban por el piso. Los había sacado de aquel pueblo remoto, les había comprado lo mejor… ¿y al final? Solo tristeza en sus miradas y silencios largos. ¿Se había equivocado?
El traslado lo habían postergado mucho. Adrián insistió, prometió montañas de oro. No vendieron la casa, no hacía falta, él tenía dinero. Al final vinieron, pero sus almas parecían haberse quedado en aquella casita bajo los almendros.
Francisco y Carmen jamás se adaptaron. Extrañaban el bullicio del barrio, los vecinos que pasaban «a tomar algo», el huerto, el aroma de la tierra tras la lluvia. Aquí solo había rostros extraños, puertas cerradas, coches veloces y prisas interminables. Hasta el coche que Adrián regaló a su padre le daba miedo conducir—demasiadas señales, curvas, calles desconocidas.
—¿Cómo estarán nuestros vecinos?— suspiraba Carmen. —Seguro que este año los tomates salieron buenos, con tantas lluvias… Y yo ni siquiera hice mermelada de ciruela.
—Calla, que me partes el alma— musitaba Francisco, secándose los ojos. —Cada noche sueño con nuestra casa. Todo tan familiar. Y aquí… aquí somos fantasmas.
—No queremos hacerte daño, hijo. Sabemos que te esfuerzas… Pero esto no es lo nuestro. No podemos vivir aquí.
—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?— preguntó Francisco. —Está al otro lado de la carretera, pero nunca tienes tiempo. Y tu Natalia no hace más que poner los ojos en blanco cuando le hablo del abono…
En ese momento, Adrián entró en casa. Traía bolsas de la compra, algún paquete. Vio sus ojos y lo entendió: era hora de hablar claro.
—Mamá, papá… ¿qué pasa?
—Hijo… nos vamos— dijo Francisco en voz baja. —Volvemos a casa. Nos quedamos sin fuerzas para seguir aquí. Nos cuesta. Somos extraños. Allí tenemos nuestra casa, la tierra, el almendro en el patio. Aquí es bonito, cómodo… pero no nos llena.
Adrián guardó silencio. Observó a sus padres, sus caras cansadas, sus manos acostumbradas a la tierra, al trabajo sencillo. No entendía cómo podían renunciar a todo lo que les había dado. Pero no discutió.
—Bien. En una semana os ayudo con el traslado. Es vuestra decisión, la respeto.
—¿Y mañana?— preguntó Carmen tímidamente. —¿A lo mejor mañana tienes tiempo?
—Mañana, entonces— asintió el hijo.
No lograba comprenderlos del todo. Él, en el pueblo, se asfixiaba. Ellos, en cambio, respiraban allí a pleno pulmón. ¿Era cierto que lo propio no eran las paredes ni la comodidad, sino los recuerdos, los olores, el silencio y el canto de los pájaros?
Francisco y Carmen revivieron esa misma noche. Hacían las maletas sonriendo, imaginaban cómo plantarían zanahorias, a quién invitarían primero. Toda la noche tomaron café y susurraron como jóvenes.
Y entonces Adrián lo entendió: a veces, el amor no son pisos ni electrodomésticos, sino dejar que tus padres vuelvan al lugar donde late su corazón. Porque el hogar no es una dirección. El hogar es donde te aman y te esperan.