—No queremos vivir aquí, hijo. Volvemos a casa. No tenemos fuerzas para más —los padres renunciaron al lujo de la ciudad por su pueblo natal.
—¿Tus padres se han vuelto locos, Carlos? ¡Cualquiera soñaría con esto! Un piso de cuatro habitaciones, comida siempre lista, todo al alcance. ¡Y ellos nunca están contentos! —dijo Natividad, su esposa, con irritación.
—Ten cuidado con tus palabras —respondió Carlos, serio.
—¡Pero es la verdad! No quieren aprender a usar los electrodomésticos, no salen a la calle, siempre están descontentos. ¿Por qué no pueden simplemente agradecer lo que tienen?
Carlos guardó silencio. Tampoco entendía qué pasaba. Sus padres habían cambiado. Antes eran activos, alegres, llenos de vida; ahora parecían sombras vagando por el piso. Los había sacado de aquel pueblo remoto, les había comprado lo mejor, ¿y al final? Solo habían conseguido tristeza en sus miradas. ¿Habría cometido un error?
Habían pospuesto el traslado durante años. Carlos insistió, prometió maravillas. Sus padres no vendieron la casa—no hacía falta, su hijo tenía dinero. Pero en cuanto llegaron a la ciudad, sus almas se quedaron en aquella casita bajo los olmos blancos.
Pedro y Agueda jamás se adaptaron al nuevo lugar. Echaban de menos el patio bullicioso, los vecinos que entraban «a tomar algo», el huerto, el olor de la tierra después de la lluvia. Aquí todo era caras desconocidas, puertas cerradas, coches veloces y prisas eternas. Hasta el coche que Carlos regaló a su padre le daba miedo conducir —demasiadas señales, giros, calles que no conocía.
—¿Cómo estarán nuestros vecinos? —suspiraba Agueda—. Seguro que este año los tomates han salido bien, con tantas lluvias… Y yo ni siquiera hice mermelada de ciruela.
—Calla, que te rompes el corazón… —murmuraba Pedro, secándose los ojos—. Cada noche veo nuestra casa en sueños. Todo es familiar. Y aquí… aquí somos extraños.
—No queríamos hacerte sufrir, hijo. Sabemos que te esfuerzas… Pero esto no es para nosotros. No podemos vivir así.
—¿Cuándo fue la última vez que lo visteis? —preguntó Pedro—. Solo está al otro lado de la calle, pero nunca tienes tiempo para pasar. Y tu Natividad no hace más que poner sus ojos en blanco cuando le hablo del abono…
En ese momento, Carlos entró en casa. Traía bolsas de la compra, algunas cosas nuevas. Vio sus miradas y lo entendió todo: había que hablar claro.
—Mamá, papá, ¿qué está pasando?
—Hijo… nos vamos —dijo Pedro en voz baja—. Volvemos a casa. No podemos más. Aquí no encajamos. Allí tenemos nuestra casa, la tierra, el olmo en el patio. Aquí es bonito, cómodo… pero no es nuestro.
Carlos guardó silencio. Los miró, sus rostros cansados, sus manos acostumbradas a la tierra, al trabajo sencillo. No entendía cómo podían renunciar a todo lo que él hizo por ellos. Pero no discutió.
—De acuerdo. En una semana os ayudo con el traslado. Respeto vuestra decisión.
—¿Y mañana? —preguntó Agueda con timidez—. ¿Podrías encontrar un hueco mañana?
—Mañana, mañana —asintió el hijo.
No lograba entenderlos del todo. Él se asfixó en aquel pueblo. Ellos, en cambio, allá respiraban con libertad. ¿Sería cierto que el hogar no son paredes ni comodidades, sino recuerdos, olores, silencios y el canto de los pájaros?
Pedro y Agueda revivieron esa misma tarde. Empezaron a hacer las maletas con sonrisas, soñando con plantar lechugas y con quién invitarían primero. Toda la noche tomaron café y cuchichearon como novios.
Entonces Carlos comprendió: a veces, amar no significa darles lujos, sino permitir que vuelvan a donde late su corazón. Porque el hogar no es una dirección. El hogar es donde te esperan y te quieren.







