No puedo dejarlo. Trae tantas preocupaciones… y tanto amor.

No puedo dejarlo. Me da tantos quebraderos de cabeza… y tanta felicidad.

No soporto dejarlo solo mucho tiempo. No porque haga cosillas traviesas o cause molestias, sino porque se pone triste. Tan triste que o bien deja de comer, o bien se pone a cavar hoyos junto a la valla, como si intentara encontrar el camino hacia mí. Y cuando el agujero es lo suficientemente profundo como para guardar sus tesoros, mete dentro mis cosas —las zapatillas, el cargador del móvil, las gafas— las entierra y las vigila, como si fueran lo mejor que tiene.

Tiene epilepsia. De nacimiento. Ha vivido con ella toda su vida. Y yo también. Diez años dándole medicina cada mañana y cada noche. No, no le gustan las pastillas. Ni disimuladas en carne picada, ni en salchichón, ni siquiera en su golosina favorita. Así que me toca sentarme con él, cogerle el morro con las manos, colocarle la pastilla en la base de la lengua y esperar a que la trague. Me mira como si lo entendiera todo, como si la aceptara, pero luego, fingiendo que todo está bien, se va a otra habitación para escupirla en secreto bajo el armario. Y vuelve con mirada culpable, como diciendo: «Lo siento, no he podido».

Cuando tiene ataques, intenta alcanzar mi mano para lamérmela, como diciendo: «Perdóname por no ser tu protector en este momento». Veo cómo se esfuerza, lucha contra su propio cuerpo, cómo quiere seguir siendo fuerte ante mis ojos… y se me rompe el corazón.

Gruñe, casi imperceptiblemente, cuando alguien en casa me levanta la voz. Su lealtad no tiene límites. Y si llego agotada del turno de trabajo, se tumba a mi lado y monta guardia, sin moverse aunque lo llamen para salir.

Pierde pespuntes de pelo por todas partes. Incluso después de limpiar a fondo, siempre aparecen en los sitios más inesperados: en la ropa, en la comida, en las almohadas. Pero ya es parte de nuestra vida. No me molesta, me he acostumbrado. Es su pelo. Es como un recuerdo, un recordatorio de que me necesita.

Pide mimos de una forma absurda y graciosa. Y yo dejo todo lo que estoy haciendo, me siento en el suelo, lo abrazo y apoyo la cabeza en su lomo. Porque levantar 40 kilos de amor puro es imposible. Pero acurrucarlo contra mí… eso es obligatorio.

Hay que sacarlo mucho. Muchísimo. Y aunque no sienta las piernas, aunque los ojos se me cierren de cansancio, saco fuerzas para agarrar la correa y salir. Porque él lo espera. Porque para él no es solo un paseo, es un momento junto a mí, y eso le basta.

No habla, no discute, no da consejos. No trae dinero a casa ni ayuda con las tareas. No me pasa las herramientas, no cambia bombillas, no habla de política o filosofía. Solo está ahí. En silencio. Con fe, con confianza, con una lealtad que a veces el humano ni entiende.

Simplemente existe. Con su nariz húmeda, con esos ojos bondadosos, con un suspiro pesado cuando me voy. Y con una alegría indescriptible cuando vuelvo. Su amor no pide nada a cambio. Es así. Sin condiciones. Sin exigencias.

Y cuando tengo ganas de llorar, cuando me siento derrotada, cuando todo parece no tener sentido, solo miro su cara. Sus ojos preguntan: «¿Estás bien?», y de pronto me doy cuenta de que no, no estoy sola. Lo tengo a él.

«Si recoges un perro de la calle, lo alimentas y lo acaricias, no te morderá. Esa es la diferencia entre un perro y un hombre», escribió Mark Twain. Ahora sé exactamente de lo que hablaba.

No puedo dejarlo. Porque sin él, mi vida sería más silenciosa… pero también más vacía.

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MagistrUm
No puedo dejarlo. Trae tantas preocupaciones… y tanto amor.