—No puedes seguir así, Ksyusha. Tienes treinta años y vives como una anciana— dijo ella, sentándose al lado de su hija.

¡No puedes vivir así, Celia! Tienes treinta y te comportas como una ancianita decía su madre, sentándose junto a ella.

Celia volvía cansada del trabajo, como siempre. Al atardecer la cocina ya olía a patatas con cebolla; su madre, con la vieja sartén chisporroteando, murmuraba algo entre dientes y, como de costumbre, ponía el plato frente a la mesa:
Come, que se enfría.

Mamá, después, ¿vale? Primero me cambio.

Se quitó la chaqueta, los botines y se dirigió al dormitorio. En el suelo, Lucas, su pequeño de cinco años, armaba una torre de bloques mientras tarareaba una canción. Al ver a su madre, soltó un grito de alegría:
¡Mira, mamá, la fortaleza que hice!

Celia le dio un beso en la coronilla.
Vaya, parece un castillo de verdad. ¿Podré ser la princesa?

No, respondió Lucas con solemnidad, serás la comandante.

Celia rió, y su corazón se calentó un instante. Pequeños momentos como ese la salvaban del vacío que llevaba ocho años acumulándose.

Después de que su exmarido, Andrés, se fuera, Celia decidió no volver a ceder a la debilidad. Desde entonces, solo trabajo, casa y Lucas. A veces, cuando el niño se quedaba dormido, ella se sentaba junto a la ventana, observando las escasas luces de la calle, y se sorprendía pensando que la vida se le escapaba entre los dedos.

Leonor, su madre, lo veía todo y a veces le resultaba insoportable la situación de su hija.
¡No puedes seguir así, Celia! Tienes treinta y te ves como una abuela repetía, sentándose a su lado.
Mamá, estoy bien, no me quejo.
¿Bien? imitó Leonor. De la oficina a casa, de casa a la oficina. ¿Y después?
Después Lucas crecerá, terminará la escuela
Y se irá añadió serenamente. ¿Con quién te quedarás entonces? Yo no soy eterna.

Celia suspiró sin contestar. Leonor no hablaba por rencor, simplemente conocía bien la rapidez con la que pasa la vida.

Una noche tardía, mientras tomaban té en la cocina, Leonor volvió a tocar el tema:
Por cierto, he visto un anuncio de un club de encuentro en el edificio de al lado. La gente se reúne, toma café, va al cine ¿Te apuntas?
¿En serio, mamá?
¿Qué tiene de malo? A veces a las mujeres les gusta un poco de atención masculina.
No quiero cortó Celia.
¿No quieres o tienes miedo?

Celia guardó la taza sin decir palabra. Cada vez que hablaban de eso, le seccionaba la garganta.
Mamá, dejemos eso. Me quemé la primera vez y no quiero repetirlo.
Entonces no lo intentaste la segunda, para ver si había alguien para ti suspiró Leonor.

Se hizo silencio; Celia no estaba dispuesta a escuchar más. Pero dentro de ella seguía el torbellino: la mujer alegre y sonriente que había sido ya no existía, solo quedaba una sombra que vivía al ritmo del reloj.

El fin de semana fueron al patio del edificio; la nieve crujía bajo sus pies y los niños se lanzaban por el tobogán. Leonor hizo señas a la vecina que organizaba la fiesta infantil en la Casa de la Cultura.
¡Anda, Celia, no te quedes en casa! le dijo. Lucas se divertirá y tú tendrás un respiro.

Celia dudó, pero aceptó.

El salón estaba lleno de ruido. Niños correteaban, adultos charlaban en grupos. Lucas se lanzó directamente a la mesa de juguetes. Celia observaba al hijo, sin percatarse de que a su lado había un hombre alto, de pelo corto y chaqueta caqui.

Perdón, ¿sabe dónde está el vestuario de los niños? preguntó él con cortesía.
Por allá, al final de los dos salones, a la derecha respondió Celia.
Gracias. Mi hija siempre se pierde en esos pasillos.
Él sonrió, abierto.
¿Usted es de por aquí? indagó.
Sí, vivo cerca se sonrojó Celia. ¿Y usted?
Soy Alejandro. extendió la mano.
Celia.

Intercambiaron unas frases y, después, Alejandro ayudó a cargar una caja de regalos hasta el coche.
Seguro es difícil cuidar a un niño sola, ¿no? preguntó con delicadeza.
Ya me acostumbro contestó Celia, breve.

No volvió a insistir. Solo le deseó buena suerte y se despidió con una sonrisa.

Al volver a casa, Leonor le preguntó al instante:
¿Qué tal la fiesta?
Normal.
¿Y el hombre que conociste?
Celia levantó una ceja, sorprendida.
¿Cómo lo sabes?
Se ve en los ojos. Por fin sonreíste sin razón.

Celia desechó la pregunta, pero algo dentro de ella tembló. Sentía una extraña sensación, como una chispa que atravesaba la gruesa pared de su soledad.

Esa noche, con Lucas dormido, repitió en voz baja:
Alejandro como probando el sabor del nombre.

Una semana después, la vida volvió a su rutina: trabajo, casa, Lucas. Alejandro se desvaneció como un transeúnte cualquiera, salvo cuando, bajo la nevada, a veces recordaba su sonrisa tranquila, casi una promesa de que aún podía haber algo más.

Pero la rutina volvió a apretar. En la oficina, una nueva jefa del departamento de contabilidad exigía resultados; Celia pasaba largas horas allí, llegando a casa tarde, justo cuando Lucas empezaba los deberes y Leonor ya estaba gruñendo:
Celia, no te cuidas. Te ves cansada, con ojeras.
Mamá, es que está terminando el mes.

Una tarde, en el autobús, su móvil vibró. Un número desconocido.
¿Hola?
¿Celia? Soy Alejandro, del club. ¿Te acuerdas?

Celia se quedó helada al reconocer la voz.
Sí hola.
Te vi al salir del autobús cerca de la tienda «Arcoíris». Quise acercarme, pero te fuiste rápido. Llamé para saber si te molestaría.

Después de una breve vacilación, aceptó encontrarse. Al día siguiente, se citaron en una cafetería. Alejandro llegó con un uniforme de bomberos bajo el brazo y una carpeta. Aún con prisa, compró dos cafés.
Tómate, que calienta.
Gracias sonrió Celia.

Se sentaron en una banca del parque y la conversación fluyó como si se conocieran de toda la vida. Alejandro contó que, tras divorciarse, quedó al cargo de su hija de ocho años.
¿También crías sola? se sorprendió Celia.
Sí. Al principio fue duro, pero luego descubrí que no es el fin del mundo, sino una razón para seguir.

Su tono era sencillo, sin lástima. Celia notó que a su lado le resultaba fácil respirar. No había juicios, solo comprensión.

Al volver, Leonor ya la esperaba en la cocina.
¿Qué tal? preguntó antes de que Celia pudiera colgar la chaqueta.
Mamá
No vayas a decir que era él del club.
¿Qué club? se rió Celia.
Vamos, no te hagas la santa. Te vi hablar con él en la parada.

Celia suspiró, pero esta vez no discutió.
Es un buen chico, solo un conocido.

Leonor, con una sonrisa irónica, replicó:
Conocido antes de salir con alguien, hay que conocer a la persona.

Los días pasaron. Alejandro llamaba de vez en cuando para preguntar por Lucas, a veces pasaba a reparar una llave o a mover una estantería. Leonor lo veía, pero hacía como si nada. Una tarde, tras la partida de Alejandro, murmuró:
Ahí tienes tu conocido. No te dije que los buenos hombres no se esconden.

Celia se sonrojó, sin saber qué responder. Dentro se mezclaban vergüenza, desconcierto y una ligera llama que hacía años que no sentía.

Una noche, Alejandro invitó a Celia y a Lucas a patinar.
Mi hija, Natalia, y yo vamos a la pista. ¿Quieres que Lucas se una?

Celia vaciló, pero aceptó. El hielo crujía bajo la música y las risas. Alejandro, tomándole la mano a Natalia, enseñó a Lucas a mantenerse en pie. Luego, con una sonrisa, le tendió la mano a Celia:
Vamos, no tengas miedo.
Hace tiempo que no patino
Mejor así, empezamos de cero.

Celia tomó su mano y sintió una corriente que casi la hizo llorar. Un simple gesto, pero lleno de calor.

Al despedirse, Alejandro le dijo:
No quiero apresurar nada, pero me siento bien contigo y con Lucas. No había sentido eso en años.

Celia solo asintió, mirando sus ojos sinceros.

Esa misma noche, Leonor se acercó a la ventana y, con voz suave, preguntó:
¿Se está descongelando el corazón?
Mamá no lo sé. Solo quiero creer que no todo está perdido.

Leonor la abrazó.
Mientras puedas sonreír sin razón, la vida sigue adelante.

La primavera llegó temprano, el cielo se aclaró y, por primera vez en mucho tiempo, la casa de Celia se llenó de una ligera ligereza. Alejandro aparecía cada vez más: llevaba pasteles para Lucas, manzanas de Natalia, arreglaba el microondas o llevaba al niño a la escuela. Leonor, observando todo, cambió su tono; dejó de picar a su hija y, a veces, le servía el té con una sonrisa, como si también creyera que la felicidad volvía a Celia.

No tenías que planear nada decía Leonor mientras servía el té. Las cosas llegan solas, lo importante es no ahuyentarlas.

Celia sonreía. Le gustaba que Alejandro no se entrometía, no exigía nada. Con él era fácil. A veces, esperaba su llamada y su corazón latía un poco más rápido.

Una sábado, Alejandro propuso una escapada al campo.
Vamos a hacer una barbacoa, llevar salchichas, respirar aire puro. Los niños merecen un día sin pantallas.

El día fue perfecto: sol, risas, humo de la parrilla y hierba recién brotada. Lucas y Natalia jugaban al balón mientras Leonor, feliz, disfrutaba del coche. Celia y Alejandro, bajo el fuego, conversaban tranquilamente.

De pronto, Alejandro se volvió y, en voz baja, dijo:
Creo que me estoy acostumbrando a ustedes.

Celia sonrió, sintiendo que algo dentro de ella cambiaba.

Pero la calma duró poco. Una semana después, el timbre sonó. Lucas corrió a la cocina:
¡Mamá, ha llegado el tío! ¡Dice que es papá!

En el pasillo estaba Andrés, el exmarido de Celia, con la mirada cargada de culpa.
Hola, Celia dijo, bajando la mirada. Necesito hablar.

El pasado volvió a desdoblarse: los mismos ojos, el mismo perfume.

¿Qué quieres? preguntó Celia.
No sé quiero ser el padre de Lucas.

Leonor, que había escuchado todo, estalló:
¡Por fin vuelve el tío! ¿Y dónde estaba cuando la niña lloraba?

Andrés intentó explicarse, pero la conversación se volvió un torbellino de reproches y recuerdos. Celia, cansada, le pidió que se fuera. Andrés salió, dejando tras de sí una estela de tensión.

Esa noche, el móvil volvió a vibrar. Mensaje de Alejandro: «¿Cómo ha ido el día?». Celia respondió brevemente: «Todo bien, descansando».

Al día siguiente, Alejandro apareció con un regalo para Lucas, una tarta para Leonor y un ramo de tres rosas para Celia.
Tienes la mirada triste. ¿Algo pasa? preguntó.
Es el pasado que vuelve a asomar.
¿El ex? adivinó al instante.

Celia asintió.

Más tarde, Andrés volvió, trayendo un juguete para Lucas y queriendo contarle cómo había cambiado. Celia mantuvo la calma mientras él hablaba. Cuando el niño se fue a su habitación, ella le preguntó:
¿Por qué sigues viniendo?
Quiero recuperar a la familia.
No existe esa familia, Andrés.

En el patio, bajo la luz tenue, Alejandro apareció fumando, como vigilante. Celia sintió que el corazón se le agitaba.
Andrés, vete susurró. No destruyas lo que apenas se estaba recomponiendo.

Andrés se quedó mirando un momento y se marchó sin decir palabra. Cuando la puerta volvió a sonar, Alejandro entró con paso cuidadoso.
Vi que se había ido. ¿Todo bien?
Sí, gracias.

Se acercó, le apoyó la mano al hombro.
No tienes que apresurarte. Solo recuerda que no estás sola.

Celia miró sus ojos y, por primera vez en mucho tiempo, creyó que la vida podía conceder una segunda oportunidad.

El verano llegó abrasador, el aire denso, pero la casa brillaba con una luz inesperada, no del sol sino de la tranquilidad que poco a poco se instaló. Desde que Andrés desapareció, todo volvió a su sitio. Lucas sonreía más, Leonor seguía regañando de vez en cuando, pero con menos dureza, y Celia vivía sin el miedo constante a que todo se venza de un día para otro.

Alejandro se volvió parte de la familia sin alardes. Traía patatas de su huerto, reparaba la plancha rota, llevaba a Lucas al cole.
Mamá, hoy el tío Luis me ha invitado a pescar contó Lucas emocionado. ¿Puedo ir?
Claro, pero no olvides el gorro. respondió Celia.

A veces Celia se preguntaba si todo era un sueño, como una película donde ya no había gritos de una relación rota, sino la calma de una tarde cualquiera.

Una noche, todos estaban en el balcón: Leonor tejía, los niños jugaban dentro, y Alejandro ajustaba el reloj de pared que llevaba años sin funcionar.
¿Cómo lo haces todo? preguntó Celia.
No me apresuro respondió él, encogiéndose de hombros. Después de la mili aprendí que la prisa es enemiga de la felicidad.

Celia lo miró pensativa.
¿No tienes miedo de volver a abrir tu corazón?
Sí, lo tuve. Pero la soledad da más miedo que cualquier cosa. ¿Y tú?

Celia tardó en contestar:
No temo a que todo se repita, sino a no creer si algo cambia.

Él dejó el reloj y rozó su mano suavemente:
Entonces hay que intentar confiar, paso a paso.

Ella sonrió y sintió que una pesada carga se desvanecía de su pecho.

Semanas después, Alejandro propuso ir a la casa de su madre en el campo.
La casa es grande, el jardín florece, los niños pueden correr. Nosotros solo descansaremos.

El viaje fue largo pero llevadero. Natalia y Lucas reían en el asiento trasero, Leonor dormía, y Celia miraba los campos pasar, pensando en lo curioso que es cómo un encuentro fortuito puede girar la vida hacia un rumbo inesperado.

Al atardecer, alrededor de una hoguera, Alejandro dijo:
Al principio solo quería ayudar, pero ahora veo que te necesito. No porque esté sola, sino porque eres fuerte.

Celia guardó silencio, luego respondió:
Yo nunca pensé escuchar palabras así. No de amor, ni de pasión, sino de tranquilidad. Porque solo en la calma se halla la verdadera felicidad.

Él la abrazó y, bajo el crujido de la leña, los niños reían a la orilla del agua.

En otoño, alquilaron una casita al sur de la ciudad. Leonor insistió:
Id, vivid allí mientras pueda, respirad aire fresco. A mí me basta.

La mudanza fue sin agobios. Alejandro ayudó a mover los muebles,Al fin, Celia comprendió que la verdadera familia se construye día a día, con risas, pequeños gestos y la certeza de que nunca está sola.

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—No puedes seguir así, Ksyusha. Tienes treinta años y vives como una anciana— dijo ella, sentándose al lado de su hija.