«¿No puedes llevarme…? ¿Y si llevamos a Marina?» — un niño encuentra la forma de burlar la ley y encontrar una familia

El teatro municipal en un pequeño pueblo de Castilla estaba viejo pero acogedor. Los niños se apiñaban en la sala, sin apartar la mirada del escenario. Bajo la luz de los proyectores desgastados, actuaba nuevamente Don Julián Ruiz, un anciano mago conocido por todos en la comarca. Su sombrero, gastado por los años pero aún lleno de sorpresas, era ya toda una leyenda.

No era un artista de circo al uso. Don Julián tenía corazón de niño y alma generosa. En cada función, la magia no estaba en los trucos, sino en la esperanza que despertaba. Aquel día, el número final consistía en sacar una gallina viva de su sombrero, una gallina llamada Clotilde. El público contuvo el aliento.

—¡Atención, pequeños! —anunció con voz teatral, extrayendo del sombrero una ave algo despeinada.

La risa y los aplausos de los niños llenaron la sala como una ráfaga de aire fresco. Pero cuando Don Julián iba a despedirse, captó una mirada entre el público. Una sola mirada, seria, sin sonrisas. Era la de un niño de unos siete años, sentado en la última fila, observando fijamente a la gallina.

—Hola, chiquillo. ¿Estás solo? —preguntó el mago, acercándose.

—¿La gallina es de verdad? —susurró el niño con admiración.

—¡Claro que sí! Puedes acariciarla si quieres. Se llama Clotilde.

El pequeño se acercó con cuidado y pasó su mano por las plumas del animal. Sus ojos brillaban y sus labios temblaban.

—¿Y no le da miedo estar dentro del sombrero?

—Clotilde no tiene miedo. Es valiente. Como tú.

—¡Álvaro! —sonó una voz.

Una mujer con rostro cansado se acercó.

—Hijo mío, ¿otra vez metiéndote donde no te llaman? —exclamó, mirando al mago con disculpa—. Perdone. Es un niño especial. Inquieto.

—¿Es su madre? —preguntó Don Julián.

—Soy su cuidadora. Vive en el orfanato. Perdió a sus padres hace poco…

Cuando Álvaro se marchó cabizbajo, el mago sintió un golpe en el pecho. No podía olvidarlo así.

—Dígame la dirección del orfanato.

La mujer, sorprendida, se la dio.

Don Julián pasó la noche en vela. Recordó cómo, años atrás, tras su divorcio, había perdido todo contacto con su propio hijo. Y ahora, mirando a los ojos de aquel niño, sentía que el destino le daba una segunda oportunidad.

Por la mañana, llegó al orfanato con una bolsa llena de caramelos. Álvaro estaba sentado en un rincón, alejado del bullicio. Al ver a Don Julián, su rostro se iluminó. Y cuando descubrió que Clotilde lo acompañaba, brincó de alegría.

Así comenzó su amistad. Primero con visitas esporádicas, luego con excursiones al zoo, cuentos y películas. Álvaro se encariñó con él, y Don Julián también.

Un día, el mago reunió valor y habló con Marina Sánchez, la cuidadora:

—Quisiera adoptar a Álvaro.

—A un hombre solo no se lo permitirán —respondió ella con tristeza—. Las leyes son así.

El mago bajó la cabeza. No sabía que Marina lo había estado observando todo ese tiempo. Que cada vez que él aparecía, su corazón latía con fuerza. Ella también se había enamorado de ese hombre peculiar, algo cómico, pero de bondad infantil.

Una semana después, Álvaro, sentado en un banco mientras acariciaba la pata de Clotilde, preguntó en voz baja:

—¿Puedo vivir contigo?

Don Julián se quedó quieto. No sabía cómo explicarle los trámites, las imposibilidades.

Pero el niño añadió, mirándolo con confianza:

—¿Y si Marina viene con nosotros? Es buena. Podría ser tu esposa y mi mamá. Así seríamos una familia de verdad.

El mago miró hacia la ventana. Allí estaba Marina. Y entonces lo entendió: el niño tenía razón.

Corrió hacia ella, con el corazón acelerado y mil ideas en la cabeza. Pero no tuvo que decir nada. Ella lo leyó en su mirada. Ya lo sabía.

Álvaro se acercó y los abrazó a los dos.

Y en ese instante, entre paredes viejas, entre el olor a tiza y jabón barato, nació una familia.

La que todos sueñan en los cuentos.

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