Hace muchos años, en un pequeño pueblo de Castilla, el viejo teatro del pueblo, aunque modesto, guardaba un calor que llenaba los corazones. Los niños, apiñados en las butacas, no apartaban los ojos del escenario, donde bajo la tenue luz de los reflectores apareció de nuevo Don Agustín, el mago al que todos conocían. Su sombrero, gastado por el tiempo pero siempre lleno de sorpresas, ya era leyenda en aquellos lares.
No era un artista de circo al uso. Don Agustín tenía el corazón noble y el alma de un niño. En cada actuación, lo mágico no eran los trucos, sino la esperanza que despertaba. Aquel día, el número final consistía en sacar de su sombrero una gallina viva llamada Clavelina. La sala contuvo el aliento.
—¡Atención, pequeñines!— anunció con voz solemne, extrayendo del sombrero una ave algo despeluchada.
La risa y los aplausos de los niños inundaron la sala como un soplo primaveral. Pero al inclinarse para despedirse, Don Agustín sintió una mirada clavada en él. No era de alegría, ni de asombro. Era la mirada fija de un niño de unos siete años, sentado al fondo, que observaba a la gallina sin pestañear.
—Hola, pequeño. ¿Estás solo?— preguntó el mago, acercándose.
—¿La gallina es de verdad?— susurró el niño con asombro.
—¡Sí! ¿Quieres tocarla? Se llama Clavelina.
El chiquillo se acercó con cuidado, acariciando las plumas con dedos temblorosos. Sus ojos brillaban.
—¿No tiene miedo dentro del sombrero?
—Clavelina es valiente. Como tú.
—¡Hugo!— llamó una voz cansada.
Una mujer de rostro fatigado se acercó apresuradamente.
—¡Huguito, otra vez metiéndose donde no le llaman!— exclamó, volviéndose hacia Don Agustín—. Perdone, es un niño especial. Muy inquieto.
—¿Es su madre?— preguntó el mago.
—Soy su tutora. Está en el orfanato; perdió a sus padres hace poco…
Cuando Hugo se marchó cabizbajo, Don Agustín sintió un peso en el pecho. No podía olvidar aquellos ojos.
—Dígame la dirección del orfanato.
La mujer, sorprendida, se la dio.
Aquella noche, Don Agustín no durmió. Recordaba cómo, años atrás, tras su divorcio, perdió el contacto con su propio hijo. Ahora, al mirar a Hugo, sentía que el destino le daba una segunda oportunidad.
A la mañana siguiente, llegó al orfanato con una bolsa llena de dulces. Hugo estaba en un rincón, apartado del bullicio infantil. Al ver a Don Agustín, iluminó su rostro, y al descubrir que traía a Clavelina, saltó de alegría.
Así comenzó su amistad. Primero fueron visitas esporádicas, luego paseos al zoo, cuentos y películas. Hugo se encariñó con él, y Don Agustín también.
Un día, decidió hablar con Doña Almudena, la tutora:
—Quisiera adoptar a Hugo.
—A un hombre solo no se lo permitirán— respondió ella con pena—. Así son las leyes.
El mago bajó la cabeza. No sabía que Doña Almudena lo había observado durante semanas, y que cada vez que llegaba, su corazón latía con fuerza. Ella también se había enamorado de aquel hombre peculiar, un poco cómico, pero de bondad infantil.
Una semana después, Hugo, sentado en un banco mientras acariciaba a Clavelina, preguntó en voz baja:
—¿Puedo vivir contigo?
Don Agustín se quedó inmóvil. No sabía cómo explicarle los trámites, lo imposible.
Pero el niño, mirándole con confianza, añadió:
—¿Y si Doña Almudena viene con nosotros? Es buena. Podría ser tu esposa y mi madre. Seríamos una familia de verdad.
Don Agustín alzó la vista. Allí, junto a la ventana, estaba Doña Almudena. Y comprendió que el niño tenía razón.
Se acercó a ella, con el corazón agitado y mil pensamientos en la cabeza. Pero no hizo falta hablar. Ella lo leyó en sus ojos. Ya lo sabía.
Hugo corrió hacia ellos y los abrazó.
Y así, entre paredes desgastadas, bajo el olor a tiza, pintura y jabón barato, en el pasillo de un humilde orfanato, nació una familia.
De esas que solo se encuentran en los cuentos.