El centro cultural de un pequeño pueblo en las montañas de Andalucía era viejo, pero cálido. Los niños se agolpaban en la sala, con los ojos fijos en el escenario. Allí, bajo la luz de los antiguos focos, actuaba de nuevo don Francisco Javier, un anciano mago que todos conocían en la comarca. Su sombrero, gastado por el tiempo pero aún lleno de sorpresas, ya era toda una leyenda.
No era un artista de circo al uso. Don Francisco Javier tenía un corazón bondadoso y un alma de niño. En cada actuación suya no había trucos, sino esperanza. Hoy, el número final consistía en sacar de su sombrero una gallina viva llamada Clavileña. El público contuvo el aliento.
—¡Atención! —exclamó con teatralidad, extrayendo del sombrero una ave revoloteante.
La alegría de los pequeños llenó la sala como un soplo de primavera: aplausos, risas, gritos. Pero cuando don Francisco Javier se disponía a despedirse, captó una mirada entre el gentío. Una sola, sin sonrisa ni juego. Era la de un niño de unos siete años, sentado en la última fila, observando a la gallina sin pestañear.
—Hola, pequeño. ¿Estás solo? —preguntó el mago, acercándose.
—¿La gallina es de verdad? —susurró el niño, asombrado.
—¡Claro que sí! Puedes acariciarla. Se llama Clavileña.
El chico se acercó con cuidado, pasando la mano por las plumas. Sus ojos brillaban, los labios temblaban.
—¿Y no le da miedo estar dentro del sombrero?
—Clavileña no tiene miedo. Es valiente. Como tú.
—¡Antonio! —se oyó una voz.
Una mujer con rostro cansado se acercó rápidamente.
—¡Ay, Antoñito, siempre metiéndose donde no debe! —exclamó, llevándose las manos a la cabeza antes de volverse hacia el mago—. Perdone. Es… especial. No para quieto.
—¿Es usted su madre? —preguntó don Francisco Javier.
—Su cuidadora. Es del orfanato. Perdió a sus padres hace poco…
Cuando Antonio se marchó, cabizbajo, el mago sintió un puñetazo en el pecho: no podía olvidarlo así.
—Dígame la dirección del orfanato.
La mujer, sorprendida, se la dio.
Toda la noche, don Francisco Javier permaneció despierto. Recordaba cómo, años atrás, tras su divorcio, había perdido el contacto con su propio hijo. Ahora, al mirar a aquel niño, sentía que el destino le daba una segunda oportunidad.
A la mañana siguiente, llegó al orfanato con una bolsa enorme de golosinas. Antonio estaba en un rincón, alejado del bullicio. Al ver al mago, su rostro se iluminó. Y cuando descubrió que había traído a Clavileña, saltó de felicidad.
Así comenzó su amistad. Primero, visitas esporádicas; luego, paseos al parque, cuentos, películas. Antonio se encariñó con él. Y don Francisco Javier también.
Un día, decidió hablar con doña Luisa, aquella cuidadora:
—Quisiera adoptar a Antonio.
—A un hombre solo no se lo permitirán —respondió ella con dulzura, pero con tristeza—. Así son las leyes.
El mago bajó la cabeza. No sabía que doña Luisa lo había estado observando. Y que, cada vez que él llegaba, su corazón latía con fuerza. También ella se había enamorado de aquel hombre peculiar, algo cómico, pero tierno como un niño.
Una semana después, Antonio, sentado en un banco mientras acariciaba a Clavileña, murmuró:
—¿Puedo vivir contigo?
Don Francisco se quedó inmóvil. No sabía cómo explicarle los papeles, lo imposible.
Pero el niño, mirándole con confianza, añadió:
—¿Y si doña Luisa viene con nosotros? Es buena. Sería tu esposa y mi madre. Entonces sí seríamos una familia.
El mago miró hacia la ventana. Allí estaba doña Luisa. Y de pronto comprendió que el niño tenía razón.
Corrió hacia ella, con el corazón acelerado y mil ideas en la cabeza. Pero no tuvo que decir nada. Ella lo leyó en su mirada. Ya lo sabía.
Antonio se abrazó a los dos.
Y en ese instante, entre paredes viejas, entre el olor a tiza, pintura y jabón barato, en el pasillo de un orfanato cualquiera, nació una familia.
Como las de los cuentos.