No pueden hacerme nada. No soy culpable, murmuró mientras se retiraba temblando de miedo.

—No vas a hacerme nada. Yo no tengo la culpa —balbuceó Nico, retrocediendo mientras le temblaba todo el cuerpo de miedo.

A primeros de junio, el calor del verano ya se había instalado. La gente, cansada del asfalto y el bullicio, buscaba escapar de la ciudad para refugiarse en el campo, en la playa o en los pueblos. Sergio, junto a su mujer y su hija, salieron temprano en el coche rumbo al pequeño pueblo donde él había crecido y donde todavía vivía su madre.

—¿Listos? ¿No se os olvida nada? Vamos, antes de que el sol empiece a achicharrarnos —dijo Sergio mientras arrancaba el coche.
Marta se sentó al lado de su padre, mientras que Laura prefería el asiento de atrás, lejos del aire acondicionado.

En familia habían decidido que Marta pasaría sus últimas vacaciones escolares con la abuela. A ella no le hacía mucha ilusión, pero sus amigos ya se habían ido casi todos, y quedarse en la ciudad sería un rollo.

—¿Por qué esa cara? Ya verás cómo te lo pasas bien. Y además, allí tienes amigos. A ver si luego no quieres volver —intentó animarla Sergio.

—Vale, vale, papá, no pasa nada —murmuró Marta, ajustándose el cinturón.

—Eso me gusta oír —sonrió Sergio—. Son tus últimas vacaciones largas. El año que viene, exámenes, selectividad… y luego, la vida adulta.

La ciudad despertaba, sacudiéndose la modorra de la noche. Las carreteras aún estaban tranquilas, así que en poco tiempo dejaron atrás el asfalto y los edificios.

El sol empezaba a ascender, filtrando sus rayos entre las hojas de los árboles que bordeaban la carretera, clavándose como agujas en los ojos. *”Todo está bien… pero entonces, ¿por qué tengo este mal presentimiento?”*, pensó Sergio, observando la cinta gris de la carretera deslizarse bajo las ruedas.

Cuatro horas después, llegaron al pueblo, sumergido en un mar de flores y vegetación. La abuela abrió la puerta, exclamó de alegría y los recibió con abrazos y besos.

—¡Ay, qué mayor está Marta! Casi una señorita. Sergio, he hecho tus empanadillas favoritas. Pasad, pasaos, que no os quedéis en la entrada —decía la abuela, toda nerviosa de felicidad.

—Aquí todo sigue igual —murmuró Sergio, recorriendo la habitación con la mirada y respirando el olor que le traía tantos recuerdos—. Ni un mueble se ha movido. Hasta tus cosas están en el mismo sitio… Madre, tú tampoco has cambiado —dijo, abrazándola.

—Qué cosas dices —se rio ella, apartándolo con un gesto—. ¿Llegáis con hambre? Lavad las manos y al comedor.

—Madre, vigila bien a esta “señorita”. Que no se pase de lista. Nada de salir de noche —advirtió Sergio mientras devoraba una empanadilla.

—¡Como si tú a su edad fueras un santo! —replicó la abuela, sirviéndole un vaso de horchata fresca.

—Eso, abuela, cuéntame cómo era él de pequeño. Porque parece que siempre fue un niño modelo —bromeó Marta.

La abuela seguía trayendo platos a la mesa cuando, de reojo, miró por la ventana.

—¿Alguien quiere un café? —preguntó, observando a sus invitados—. Ah, por cierto, Marta, tus amigos ya están en el patio. Vieron llegar el coche —añadió con complicidad.

—¿Quiénes? —preguntó Marta, levantándose de un salto para asomarse.

—Primero termina de comer —ordenó Sergio con firmeza.

—Ya estoy llena. Gracias, abuela, estaban riquísimas —dijo Marta, impaciente, moviéndose de un pie a otro.

—Anda, vete, correveidile —rio la abuela—. Pero que no se te pase la hora de comer.
Y Marta salió disparada.

—Mamá, no le des mucha cuerda. Parece mayor, pero aún es una niña —dijo Sergio cuando la puerta se cerró.

—Aquí no pasa nada, tranquilo.

Al día siguiente, Sergio y Laura volvían a la ciudad. Junto al coche, él daba los últimos consejos a Marta.

—Ayuda a la abuela. Y no apagues el móvil, ¿entendido?

—Papá, ya basta, lo tengo claro —Marta puso los ojos en blanco—. Si tanto te preocupas, ¿por qué no me llevo con vosotros?

—Sergio, de verdad, la estás ahogando —intervino Laura—. Vamos, que si no, llegamos de noche.

Al salir del pueblo, Sergio miró por el retrovisor a su madre y a su hija, cada vez más pequeñas. Lanzó una mirada a su mujer. *”Ella está tranquila… ¿Por qué yo me agobio tanto? Marta es lista, no le pasará nada. Tengo que aprender a soltar…”* Trató de calmar esa inquietud que le roía por dentro.

Pasaron tres semanas. Marta llamaba todos los días, contando su vida en el pueblo. Y poco a poco, Sergio se relajó. Hasta que una mañana de sábado, el teléfono lo despertó.

—¿Es el trabajo? —preguntó Laura, medio dormida.

Sergio cogió el móvil. Al ver que era su madre, contestó al instante.

—¿Sí, mamá? ¿Por qué llamas tan temprano? —pero el corazón ya le latía con fuerza, presintiendo lo peor.

—Sergio, perdóname… No pude cuidar de Marta —la voz de su madre se quebró entre lágrimas.

—¿Qué le pasa a Marta? —saltó de la cama, agarrándose los vaqueros.

—Es grave, venid rápido. Está en el hospital, en coma… —la abuela rompió a llorar.

—Prepara las cosas, Marta está en el hospital —dijo Sergio a Laura, tirando el teléfono sobre la cama mientras se vestía.

Laura entendió la gravedad y se levantó de un salto. De pronto, palideció y se dejó caer en la cama.

—¿Qué le ha pasado? —susurró.

—Mi madre no para de llorar, no he entendido nada. Vamos y lo sabremos.

El día anterior, Sergio había pospuesto repostar, y ahora, en la gasolinera, una fila interminable de coches les hizo perder tiempo valioso.

—¿Qué hacemos? Así no llegamos nunca —Laura miró a Sergio, desesperada.

—Un momento. —Salió del coche, sacó un bidón del maletero y se acercó a los surtidores.

Cinco minutos después, volvió con el bidón lleno, echó la gasolina y retomaron la carretera.

—Ella no quería ir… Fuimos nosotros los que la convencimos… Si se hubiera quedado, nada de esto habría pasado… —Laura sollozaba.

—¡Basta! —la cortó Sergio—. Ya estoy harto. Quizá no es tan grave. Mi madre se habrá asustado. —Pero ni él mismo se lo creía.

Al acercarse al pueblo, Sergio llamó a su madre. Ella los esperaba en el hospital. Al ver a su hijo entrar corriendo por el pasillo, se abalanzó sobre él, enterrando la cara en su pecho mientras lloraba.

—No podemos sacarle nada. Laura, quédate con ella. Yo buscaré al médico.

Lo encontró en una sala, donde el aroma del café recién hecho flotaba en el aire.

—¿El padre? Menos mal que ha venido. El amigo de su hija tiene una pierna rota y varias costillas fracturadas. Pero ella… tiene un traumatismo craneal grave. Le hemos operado para quitarle un hematoma. Pero no ha despertado después de la anestesia. El cuerpo joven es resistente, hay esperanza. ¿Quiere un café? —Con lágrimas en los ojos, Sergio entró en la habitación de Marta y, al verla abrir lentamente los ojos, supo que por fin la tormenta había pasado y la esperanza volvía a florecer.

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No pueden hacerme nada. No soy culpable, murmuró mientras se retiraba temblando de miedo.