No podía mentir bajo la cúpula
En la escuela, Román no destacaba por su buen comportamiento, pero sacaba notas excelentes. Lo elogiaban por sus estudios, pero lo regañaban a menudo por su conducta. Era un chico guapo, las chicas se le pegaban en el instituto y él aprovechaba esa atención, cambiando de novia con frecuencia.
Susana había estado en su clase desde primero. Ya en sexto, se dio cuenta de que estaba demasiado gorda, y siempre la llamaban «ballena». Aunque se había acostumbrado a los insultos, cuanto más mayor se hacía, más le dolían. Además, empezaban los primeros intereses por los chicos. Sus compañeras susurraban en los recreos sobre quién les había hablado o quién las había empujado.
A Susana nadie la empujaba ni le decía nada bonito. Solo repetían ese odioso apodo. En casa, lloraba de impotencia.
—Mamá, ¿por qué soy tan gorda? ¿Por qué soy la única así en clase? —preguntaba entre lágrimas.
—Cariño, no te preocupes tanto. Cuando crezcas, cambiarás. Ahora eres solo una niña —intentaba consolarla su madre, aunque sabía que su hija tenía un peso muy por encima de lo normal.
El que más la intentaba humillar era Román, el guapo de la clase. En bachillerato, cuando salía con Laura, una chica cruel y arrogante, siempre la apoyaba cuando se burlaba de Susana. Quizá lo hacía para impresionarla. Juntos la atormentaban, y ella aguantaba en silencio, con lágrimas rodando por sus mejillas redondas.
Pasó el tiempo, terminó el instituto y cada uno siguió su camino. Román estudió Arquitectura, Laura se fue a un ciclo formativo y Susana ingresó en Ingeniería. Tras la graduación, no volvieron a verse.
Román volvía del lago al final del parque. Celebraba con sus amigos un bono por un proyecto, así que todos estaban alegres y ruidosos. De pronto, vio a una chica sola junto al agua, dando migas a los patos. Ella también alzó la vista, y él se hundió en sus ojos. Azules, cálidos, hipnóticos. Se separó del grupo y se acercó, extendiendo la mano.
—Román. ¿Cómo te llamas, preciosa desconocida? ¿Damos un paseo? ¿O nos casamos directamente? Toma mi tarjeta —se la ofreció. La chica vaciló, lo miró con extrañeza, pero al final la cogió. Con el ceño fruncido, se dio la vuelta y se marchó.
Él corrió tras ella y se disculpó:
—Perdona si te he ofendido. He bebido con los amigos. Dame la oportunidad de enmendarlo. Llámame, te lo ruego.
Al día siguiente, Román no apartaba los ojos del teléfono. Tras la comida, llegó un mensaje: «Soy Susana». Se alegró tanto que le respondió con gratitud y la invitó a cenar. Esperó con un ramo de flores, nervioso, hasta que por fin apareció ella, sonriente. La cena fue perfecta.
Con cada día, descubría algo nuevo en Susana. Amable, culta, hacía punto, jugaba al pádel y al tenis. A sus veintiocho años, había tenido muchas relaciones, incluso vivió dos años con una ex. Pero Susana era distinta. Aunque tenía su edad, parecía más joven.
Lo único que le molestaba era su fe. Iba a misa dos veces al mes. Él temía preguntar por qué.
—Quizá tiene heridas del pasado —pensaba—. Por eso no sube fotos nuestras. Es muy reservada.
Pero asumió que con el tiempo se abriría. Llevaban seis meses juntos cuando le propuso vivir juntos.
—Lo siento, Román, pero es pronto. Además, soy creyente, no fanática, pero respeto ciertas normas. Solo viviré con un hombre si estamos casados.
Él no se enfadó. Al contrario, lo admiró. La vida siguió, hasta que un día, tras un viaje de trabajo, la invitó a conocer otra ciudad.
—¡Vamos! —aceptó ella—. ¿En coche? ¿Tres horas?
—Cuatro, no me gusta correr —respondió él.
El viaje se les pasó charlando y riendo. En una cafetería, Román sacó el tema:
—¿Quieres ser mi esposa, Susi? Ahora mismo te compro un anillo.
Ella frunció el ceño, pensó y contestó:
—Te dije que soy creyente. Y tú nunca has pisado una iglesia. Para esto, deberías al menos confesarte y pedir mi mano a mis padres. Es importante para mí.
—Pero ni siquiera me has presentado a tu familia —protestó, hasta que vio las cúpulas de una iglesia—. Vamos —la tomó de la mano.
Antes de entrar, le dijo:
—Ahora me confieso y hablo con el cura.
El sacerdote estaba en el altar. Román se acercó y, sin dejar hablar a Susana, preguntó sobre el matrimonio.
El cura negó con la cabeza:
—Para casarse, hay que prepararse —le explicó el proceso—. Pero confesaros podéis hacerlo ahora.
Román apenas mencionó unos pecados menores. El cura habló de sinceridad y le dio la absolución.
Inmediatamente, Román repitió su propuesta. Ella se giró y salió en silencio. Él la siguió.
—Susi, ¿por qué no has dicho nada?
—No puedo mentir bajo la cúpula —Román se quedó confundido—. ¿De verdad no me recuerdas? Soy Susana Cortés, tu excompañera.
Él la miró atónito, esforzándose por recordar. El pasado le golpeó con fuerza.
—Menos cuarenta kilos —murmuró ella.
Se sentó en un banco, abrumado por la vergüenza. Recordó incluso el día en que el padre de Susana lo agarró por el cuello en el colegio:
—Si vuelves a molestar a mi hija, te las verás conmigo. ¿Entendido?
Susana continuó:
—Cambié. El deporte, la fe… Un cura me dijo que perdonara. Por eso creo. Pero hoy, en la iglesia, entendí que no te he perdonado. No puedo estar contigo.
Román se quedó horas en el banco, hasta que el cura lo encontró y lo escuchó de verdad. Esa noche, miró al cielo y rezó por primera vez en serio:
—Dios, ayúdame. Que Susana me perdone.
Llamó, pero su teléfono estaba apagado. Solo le quedaba la esperanza.