**Bajo la Cúpula de la Verdad**
En el colegio, Rodrigo no destacaba por su buen comportamiento, aunque sacaba sobresalientes en todas las asignaturas. Sus profesores lo elogiaban por sus notas, pero también lo regañaban a menudo por su actitud. Era un chico guapo, y las chicas de la escuela se le pegaban como moscas, algo de lo que él se aprovechaba cambiándolas con frecuencia.
Lucía había estudiado con él desde primaria. En sexto curso, de repente se dio cuenta de que estaba demasiado gorda. Siempre la habían llamado “gordinflona”, y aunque estaba acostumbrada a los insultos, cada vez le dolían más, sobre todo cuando empezó a fijarse en los chicos. Las demás chicas susurraban en los recreos sobre quién había empujado a quién o quién le había dicho algo a otro, pero a Lucía nadie la miraba. Solo la llamaban por ese odioso mote. En casa, lloraba de impotencia.
—Mamá, ¿por qué tengo que ser así? ¿Por qué soy la única gorda de la clase? —preguntaba entre lágrimas.
—Cariño, no te preocupes tanto. Cuando crezcas, cambiarás. Ahora eres solo una niña —intentaba consolarla su madre, aunque sabía que su hija tenía un problema real.
Rodrigo era el que más la humillaba. En el instituto, cuando empezó a salir con Carla, una chica guapa pero cruel, siempre la apoyaba cuando esta se burlaba de Lucía. Quizás lo hacía para quedar bien. Entre los dos la acosaban, y ella solo aguantaba en silencio, con lágrimas rodando por sus mejillas.
Pasaron los años, terminaron el instituto, y cada uno siguió su camino. Rodrigo estudió Arquitectura, Carla se fue a una escuela de diseño, y Lucía ingresó en la Universidad Politécnica. No volvieron a verse.
Una tarde, Rodrigo volvía del lago al final del parque con sus amigos, celebrando un bono que les habían dado en el trabajo. Todos iban alegres y gritando hasta que él vio a una chica sola, junto al agua, alimentando a los patos. Ella también lo miró, y sus ojos azules lo hechizaron. Se separó del grupo y se acercó, extendiendo la mano.
—Rodrigo. ¿Cómo te llamas, preciosa desconocida? ¿Vamos a dar un paseo? O mejor, ¿nos casamos? Toma mi tarjeta —le ofreció el contacto. Ella dudó, lo miró con desconfianza, pero al final la cogió. Dio media vuelta y se fue.
Él corrió tras ella y pidió perdón:
—Perdona si te he ofendido, es que he bebido un poco con los amigos. Llámame, te lo ruego.
Al día siguiente, Rodrigo solo tenía su móvil en la cabeza. Por la tarde, recibió un mensaje. ¡Lucía! Se alegró tanto que le contestó al instante y la invitó a salir. Esa noche, esperó nervioso con un ramo de flores, hasta que por fin apareció ella, sonriendo. La cita fue perfecta.
Con el tiempo, Rodrigo descubrió lo especial que era Lucía: amable, culta, le encantaba tejer y jugar al tenis. A sus veintiocho años, había tenido muchas mujeres, incluso había vivido dos años con una, pero nada había funcionado. Con Lucía era distinto. Era diferente. Aunque su única inquietud era su fe: iba a misa dos veces al mes y tenía perfiles cerrados en redes sociales.
—Quizás arrastra algo del pasado —pensaba él—. Con el tiempo se abrirá.
Llevaban seis meses juntos cuando Rodrigo le propuso vivir juntos.
—Lo siento, pero es pronto —respondió ella—. Ya va todo muy rápido, y además, soy creyente. No viviré con un hombre sin estar casada.
Él no se enfadó. Al contrario, admiró su integridad. La vida siguió su curso hasta que, tras un viaje de trabajo, Rodrigo la invitó a ir a otra ciudad.
—¡Vamos! —aceptó ella feliz—. ¿Cuánto se tarda en coche?
—Unas cuatro horas, no me gusta correr —contestó él.
El viaje se hizo corto entre risas y charlas. Tras un café, Rodrigo, de repente, se arrodilló.
—¿Quieres casarte conmigo, Lucía? Ahora mismo buscamos una joyería y te compro un anillo.
Ella frunció el ceño.
—Sabes que soy creyente, y tú nunca has pisado una iglesia. Para esto, deberías al menos confesarte y pedir mi mano a mis padres.
—Pero ni siquiera me has presentado a ellos —protestó él, hasta que vio las cúpulas de una iglesia cercana—. Vamos.
Dentro, Rodrigo se confesó a toda prisa. El cura le habló de la preparación para el matrimonio, pero él, impaciente, volvió a proponerle matrimonio allí mismo. Lucía salió en silencio.
—¿Por qué no contestaste? —preguntó él al alcanzarla.
—No puedo mentir bajo la cúpula de Dios —susurró ella—. Rodrigo, ¿de verdad no me recuerdas? Soy Lucía Mendoza, tu compañera de clase.
Él palideció. Los recuerdos le golpearon: los insultos, las burlas. Hasta recordó cuando el padre de Lucía lo amenazó en octavo curso.
—Sí… has cambiado mucho —musitó.
—Menos cuarenta kilos —dijo ella con voz serena—. Me esforcé, encontré a Dios y perdoné a muchos… pero no a ti. Hoy, en la iglesia, entendí que no puedo estar contigo. Sé que debo perdonar, pero no puedo.
Rodrigo se quedó en un banco, hundido. Más tarde, el cura lo escuchó en su verdadera confesión. Esa noche, miró al cielo y rezó por primera vez con esperanza:
—Señor, ayúdame. Que Lucía me perdone.
Pero cuando llamó, su teléfono estaba apagado. Solo le quedaba la fe de que, algún día, ella encontraría paz en su corazón.
**Moraleja:** Las palabras y acciones del pasado dejan huellas profundas. La verdadera redención no está en el perdón ajeno, sino en enfrentar nuestras sombras con humildad.