Lucía se sentaba frente a la mesa de madera en el salón, sosteniendo el reloj de bolsillo de su difunto esposo. Era pesado, con la carcasa plateada desgastada y el cristal agrietado. Las manecillas se habían detenido a las cinco y media, una hora que ahora parecía vacía o demasiado llena de significado. Lo giraba entre sus dedos como si intentara devolverle la vida.
—¿Qué escondías, Rafa? —murmuró Lucía, mirando el reloj—. Siempre lo llevabas, incluso estropeado. ¿Por qué?
Habían pasado tres meses desde que Rafael murió de un infarto, tan repentino como un rayo. Lucía tenía treinta y dos años; él, treinta y cinco. Apenas empezaban a soñar con hijos, viajes y un pequeño jardín tras la casa. Pero el tiempo se detuvo. Como ese reloj.
Con un suspiro, lo dejó sobre la mesa. Quería ordenar sus cosas, pero cada jersey, cada libro la devolvían a él. El reloj era el último misterio. Nunca le contó de dónde venía. Solo decía: *”Es importante, Luchi”*. Y nada más.
Se acercó a la ventana. Su casa en las afueras de Madrid se perdía entre hojas otoñales. Los niños del vecindario jugaban al fútbol, un perro ladraba a lo lejos. La vida seguía, pero para Lucía, se había paralizado.
—Basta —se dijo—. Hay que seguir adelante. Al menos por él.
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Lucía no era de las que se rendían. Antes de casarse, trabajaba como florista en una tienda del centro, creando ramos que arrancaban sonrisas. Rafa bromeaba diciendo que ella *”domaba las flores”*. Él era ingeniero, callado pero de mirada cálida. Se conocieron por casualidad: Lucía dejó caer una maceta con violetas a las puertas de una cafetería, y Rafa, que pasaba por allí, ayudó a recoger los pedazos.
—No te preocupes, la planta sobrevivirá —dijo él con una sonrisa—. Pero tú pareces en shock.
—¡Era mi maceta favorita! —protestó Lucía, aunque terminó riendo. Su tranquilidad era contagiosa.
Así empezó todo. Un año después se casaron, compraron una casa en las afueras y adoptaron un gato llamado *Carbonero*. Soñaban con un hijo, pero la vida decidió otra cosa. Hace año y medio, Lucía perdió al bebé en el quinto mes. Rafa estaba allí, sosteniéndole la mano en silencio, pero su calma pesaba más que mil palabras. Nunca hablaron de aquel dolor. Y ahora, él también se había ido.
El reloj seguía sobre la mesa, como un recordatorio de lo no dicho. Lucía lo tomó y salió decidida. En el barrio había un viejo relojero del que Rafa alguna vez habló. Quizás él supiera algo.
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El taller del relojero estaba en un callejón estrecho. El cartel decía: *”Tiempo y relojes. Reparaciones”*. Tras el mostrador, un anciano de cejas espesas y sonrisa amable la recibió. Se llamaba Don Ernesto.
—Buenas tardes —dijo Lucía, dejando el reloj sobre el mostrador—. Ya no funciona. ¿Puede arreglarlo?
Don Ernesto se puso las gafas y lo examinó.
—Vaya, una pieza antigua —murmuró—. Suizo, de principios del siglo XX. ¿De dónde lo sacó?
—Era de mi marido. Lo… valoraba mucho.
El anciano asintió, como si entendiera más de lo que ella decía. Con cuidado, abrió la tapa trasera y frunció el ceño.
—Aquí hay algo —dijo, extrayendo un papel doblado—. Parece una carta.
Lucía contuvo el aliento.
—¿Una carta? ¿Qué carta?
—No lo sé —se encogió de hombros Don Ernesto—. El reloj no funciona por el óxido. Puedo repararlo, pero tardaré un par de días. Lo de la carta… es cosa suya.
Le entregó el papel amarillento. Lucía lo tomó con manos temblorosas, pero no se atrevió a abrirlo.
—Gracias —susurró—. Volveré por el reloj más tarde.
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En casa, Lucía pasó mucho tiempo con la carta en las manos. Carbonero ronroneaba a sus pies, pero ella no lo notaba. Finalmente, respiró hondo y desdobló el papel. La letra era de Rafa: clara, con una ligera inclinación.
*”A mi pequeño, al que nunca conoceré.
Perdóname por no protegerte. Le prometí a tu madre que seríamos una familia, pero la vida quiso otra cosa. Sabes, siempre quise plantar un árbol para ti. Un olivo, como el que tenía mi abuelo en el pueblo. Decía que un árbol es vida que sigue. Si lees esto, es que no llegué a hacerlo. Pero tu madre lo hará por mí. Es fuerte, mi Luchi. Cuídala, ¿vale?
Tu padre, Rafa.”*
Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Apretó la carta contra el pecho, como si pudiera abrazar a Rafa a través de esas palabras. Lo escribió después de perder al bebé, pero nunca se lo mostró. ¿Para no herirla más? ¿O para dejarle algo a lo que aferrarse?
—Siempre hiciste las cosas a tu manera —susurró, sonriendo entre lágrimas—. Bien, plantaré tu olivo.
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Al día siguiente, Lucía fue al vivero. Escogió un olivo joven, de hojas plateadas. La dueña, una mujer mayor llamada Rosario, notó su mirada ausente.
—¿Para quién es el árbol? —preguntó, envolviendo las raíces con arpillera.
—Para mi hijo —respondió Lucía en voz baja—. Y para mi marido.
Rosario le sonrió con ternura.
—Buena decisión, hija. Los árboles son memoria. Mi Antonio también adoraba los olivos. Plantaba uno cada primavera mientras pudo. Ahora yo los cuido.
—¿Y él…? —preguntó Lucía.
—Se fue hace cinco años. Pero lo veo en cada hoja —contestó Rosario—. Plántalo sin miedo. Echará raíces.
Lucía asintió, sintiendo un calor en el pecho. Al llegar a casa, cogió una pala y empezó a cavar en el jardín. Carbonero la observaba desde el porche, como si aprobara. La tierra estaba dura, pero Lucía no se rindió. Se imaginaba a Rafa sonriéndole.
Cuando el hoyo estuvo listo, oyó una voz tras la valla:
—¡Oye, vecina! ¿Qué estás construyendo?
Era Pilar, su vecina de enfrente, una mujer de cincuenta años que siempre llegaba con tartas o consejos, aunque no se los pidieran.
—Estoy plantando un árbol —dijo Lucía, secándose el sudor.
—¿Sola? ¡Ay, déjame ayudarte! —Pilar ya abría la verja, ignorando sus protestas—. No vayas a hacerte daño. ¿Para quién es?
Lucía dudó, pero le contó lo de la carta y Rafa. Pilar la escuchó, moviendo la cabeza.
—Vaya hombre, ¿eh? Callado, callado, y dejándote esto. Mi Paco era igual. Todo lo guardaba y luego, ¡zas!, sorpresa. Una vez me regaló unos pendientes que había estado ahorrando para años.
—¿No te enfadabas por su silencio? —preguntó Lucía, colocando el olivo.
—Al principio, sí —rió Pilar—. Pero luego entendí: callan porque aman. Las palabras no son su idioma. Sujeta las raíces, ahora le echo agua.
Juntas, rellenaron el hoyo. El olEl olivo se alzó firme bajo el cielo azul, y mientras las hojas susurraban al viento, Lucía entendió que el amor perdura incluso cuando el tiempo se detiene.