No pude resistirme… Traicioné a mi esposa. Nuestra relación había caído en la monotonía. Los días pasaban sin emoción, sin pasión. Ella siempre estaba en casa, ocupándose de los niños, de la limpieza, de la comida… Y yo, aunque físicamente presente, me sentía cada vez más lejos, más ajeno a aquella rutina que nos consumía.
Entonces apareció ella. Llegó a mi oficina una mujer joven, hermosa, con una sonrisa radiante y sin las preocupaciones que pesaban sobre los hombros de mi esposa. No tenía esposo, no tenía hijos, no tenía la carga de un hogar. Era libre, despreocupada, llena de vida. Y su risa… su risa me atrapó como un canto de sirena.
Comencé a quedarme más tiempo en la oficina. Inventaba excusas absurdas: que el trabajo me retenía, que un amigo tenía problemas con su ordenador, que debía atender asuntos urgentes. Pequeñas mentiras que, para mi sorpresa, salían de mis labios con facilidad.
Durante un mes la conquisté. Le regalé flores, la llevé a los mejores cafés, a los restaurantes más exclusivos. La hacía reír, ella me miraba con admiración. Me sentía vivo otra vez, como si el tiempo se hubiera detenido y yo volviera a ser aquel hombre joven que una vez fui.
Y entonces, una noche, ella me susurró al oído:
— ¿Por qué no vienes a mi casa?
Fui.
Esa noche fue fuego, fue deseo, fue pasión desbordada. Durante horas me olvidé de todo. De mi esposa, de mi hogar, de mis hijos. Fui otro hombre, un hombre liberado.
Pero cuando regresé a casa en la madrugada, algo dentro de mí se quebró. Mi rostro lo decía todo.
Mi esposa me estaba esperando en la sala. Los niños dormían. Me miró fijamente, en silencio. Y entendí que ella lo sabía.
Las mujeres… las esposas… lo ven todo.
No dijo una sola palabra. Simplemente se dio la vuelta y se dirigió a la cocina para preparar la cena. Yo me metí en la ducha, intentando borrar el olor ajeno, la culpa, la traición. Pero nada podía limpiar lo que había hecho.
Cuando volví a la cocina, ella seguía ahí, de espaldas a mí.
— Estoy cansada. Me voy a dormir —susurró sin emoción.
Después de cenar, fui al dormitorio. La encontré dormida sobre la cama, sin haberse cambiado de ropa. A su lado, sobre la mesita, estaba nuestro viejo álbum de fotos.
Me senté y comencé a hojearlo.
Allí estaba ella. Mi esposa, pero no la mujer agotada y distante de ahora, sino la joven llena de vida con la que me enamoré. Sus ojos brillaban, su sonrisa iluminaba el mundo. Y allí estaba yo a su lado, orgulloso, feliz, como si tuviera el mayor tesoro del universo.
Recordé cuánto luché por su amor, cuánto la deseé, cómo mi corazón se detuvo el día que me dijo “sí”.
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, atormentado por mis pensamientos. Mi esposa. Mi amante. Mis hijos. Todo se mezclaba en mi mente hasta que, de pronto, lo vi claro: ¿por qué no volver a enamorarme de mi esposa? ¿Por qué no volver a conquistarla, como hice una vez?
Al amanecer, mientras ella aún dormía, llamé a mi madre y le pedí que se llevara a los niños el fin de semana. Aceptó sin dudarlo. Luego bajé a la cocina y preparé el desayuno.
Cuando se lo llevé a la cama, me miró sorprendida.
— ¿Qué es esto?
— Desayuno —dije con una sonrisa.
No dijo nada, pero en su mirada vi un destello, una chispa. Algo que creí perdido.
Corté toda comunicación con mi amante. No respondí a sus llamadas ni a sus mensajes. Sabía que había actuado mal, que había cometido un error imperdonable. Pero, al mismo tiempo, sentí un alivio inmenso. Ya no tenía que mentir. Ya no tenía que ocultarme.
Esa noche envié a mi esposa al salón de belleza. Cuando regresó, la llevé a cenar a nuestro restaurante favorito. A la noche siguiente, fuimos al teatro, como solíamos hacer cuando todo era nuevo, cuando todavía nos reíamos sin razón.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que volvía a casa.