No pude resistirme Traicioné a mi mujer.
Y sin embargo, jamás imaginé que llegaría a esto. Pero la vida, con su rutina asfixiante, sus silencios pesados y sus costumbres enquistadas, había abierto un abismo entre nosotros.
Ella siempre estaba en casa, encerrada en su papel de madre y ama de casa. Nuestras conversaciones se habían reducido a banalidades: las facturas, la compra, el colegio de los niños Ya no había risas, ni miradas ardientes, ni emociones fuertes.
Y entonces, llegó ella.
Una compañera nueva en la oficina. La llamaré Marta. Joven, atractiva, despreocupada. Su risa fresca resonaba en el despacho como una melodía, y sus ojos brillaban con una luz que no había visto en mucho tiempo. A diferencia de mi mujer, Marta no tenía responsabilidades ni obligaciones. Vivía con una libertad que me atraía irremediablemente.
Al principio, no era nada. Charlas triviales, algún chiste suelto. Luego, día tras día, me sorprendí esperando con ansia esos momentos junto a ella.
Y entonces, empecé a mentir.
A mi mujer, le conté historias sobre reuniones tardías, informes urgentes, un amigo en apuros que necesitaba ayuda. Ella no hacía preguntas. Se acostumbró a mi ausencia.
Durante un mes, cortejé a Marta. Le regalé flores, le invité a restaurantes en los que no había puesto los pies desde hacía años. Paseamos juntos bajo las luces doradas de Madrid, junto al Manzanares, con las manos rozándose por casualidad de vez en cuando.
Una noche, cerca del Puente de Segovia, me miró con una sonrisa pícara y susurró:
¿Quieres venir a mi casa?
Y dije que sí.
Esa noche fue un huracán de pasión, deseo y olvido.
Pero cuando, al amanecer, crucé la puerta de mi casa, un peso aplastante cayó sobre mí.
Mi mujer estaba despierta.
Sentada en la penumbra del salón, con las piernas recogidas, me esperaba.
Nuestras miradas se encontraron, y supe al instante que lo sabía.
Las mujeres siempre saben.
No dijo nada. Ni un grito, ni un reproche. Solo un silencio terrible. Luego se levantó y se dirigió a la cocina.
Me encerré en el baño. Abrí el grifo de la ducha y dejé que el agua corriera sobre mí, como si pudiera limpiar mi culpa. Pero algunas manchas nunca desaparecen.
Cuando entré en la cocina, ella preparaba el café.
Estoy cansada dijo simplemente. Voy a acostarme.
Más tarde, al entrar en nuestro dormitorio, la encontré dormida, vestida, profundamente dormida. A su lado, en la mesilla, estaba nuestro álbum de fotos.
Lo abrí.
Y allí la vi.
No a la mujer agotada y distante de los últimos años. No. Vi a la que había amado a primera vista. Sonriente, radiante de juventud y felicidad. A su lado, había un hombre yo. Feliz, orgulloso, enamorado.
Y un pensamiento me golpeó como un rayo: ¿cómo pude olvidar todo esto?
No dormí en toda la noche. Me quedé mirando al techo, atormentado por el remordimiento. Luego, otra idea se impuso: ¿por qué no podría reconquistarla?
Al amanecer, mientras ella aún dormía, llamé a mi madre y le pedí que se quedara con los niños el fin de semana. Aceptó sin dudar.
Después, fui a la cocina y preparé el desayuno.
Cuando le llevé la bandeja a la cama, me miró desconcertada.
¿Qué haces?
Quiero verte sonreír.
No respondió. Pero en sus ojos, creí ver un destello.
Ese día, la mandé al spa. Cuando volvió, estaba radiante, hermosa. Por la noche, cenamos en nuestro restaurante favorito, el del primer encuentro.
Al día siguiente, la llevé al teatro. Como antes. Como cuando éramos inseparables.
Y Marta No le respondí más. Ni mensajes, ni llamadas.
Había cometido un error. Un grave error.
Pero esa noche, al ver reír a mi mujer de nuevo, entendí que quizás no era demasiado tarde para empezar de nuevo.
A veces, lo más valioso no es lo que echamos a perder, sino lo que aún podemos salvar.







