No pude contenerme… Traicioné a mi esposa.
Sucedió durante la etapa más complicada de nuestro matrimonio. Ya apenas hablábamos de verdad, y el piso en Madrid parecía más una fría pensión donde coincidir por casualidad. Ella pasaba los días entre los niños, cocinando pucheros, lavando ropa, planchando camisas y arrullando a los pequeños para dormir. Yo volvía cada noche agotado y de mal humor, como si entre los dos se alzara un muro invisible de rutina, silencios y resentimientos. Empecé a quedarme hasta tarde en la oficina, hasta que una día llegó Martina López al departamento: radiante, despreocupada, sin ataduras.
De pronto, sentí que revivía aquellos años de juventud en Barcelona, cuando todo era emoción. Ella reía con facilidad, hablaba sin filtros y carecía del peso que ahogaba mi hogar. Comencé a cortejarla: rosas, cafés en la plaza, cenas en tabernas del centro. A Lucía, mi mujer, le inventaba excusas: «Se estropeó el ordenador de un compañero», «reunión de última hora», «quedé con Álvaro». Sin darme cuenta, cruzamos la línea. Una noche, tras un mes de juegos, me invitó a su casa. Entre sábanas y promesas efímeras, creí encontrar aquello que añoraba.
Al regresar, mi rostro delataba la culpa. La casa estaba en silencio, los niños dormían. Lucía me esperaba en el recibidor, ojerosas las mejillas, la mirada apagada. No pronunció palabra, pero su expresión lo gritó todo. Se giró hacia la cocina. Tras ducharme, con el peso del remordimiento clavado, la seguí. La vi de espaldas, removiendo una cazuela. Cuando le propuse cenar juntos, murmuró: «Estoy agotada… Voy a acostarme».
Más tarde, al entrar en el dormitorio, yacía vestida sobre la cama, abrazando una almohada como una niña. Junto a ella, sobre el baúl, reposaba nuestro álbum de bodas. Lo abrí sin pensar. La primera foto me transportó a Málaga, hace una década: Lucía Fernández, elegante, risueña, con ese brillo en los ojos que me enamoró. Y yo a su lado, con la mirada llena de futuro. Recordé cómo luché por conquistarla, las cartas que escribí, las noches en vela soñando con su «sí».
No pegué ojo. Las imágenes danzaban: la sonrisa de Martina, la mirada herida de Lucía, las carcajadas de los niños. Entonces, como un rayo, comprendí. No solo la había traicionado a ella. Había traicionado al Javier que juró amor eterno frente al altar de la catedral. Había cambiado a quien compartió mis penas y alegrías por un espejismo. Pero aún había esperanza.
Al amanecer, llamé a mi madre para que se llevara a los niños ese fin de semana. Después, preparé tortilla y café, y llevé la bandeja a la habitación. Lucía abrió los ojos, desconfiada al principio, hasta que una sonrisa tímida asomó. En ese instante, supe que podía repararlo.
Corté todo contacto con Martina. Ignoré sus mensajes, bloqueé su número. Sí, fui cobarde. Pero prefiero enfrentar la verdad que vivir entre mentiras. Ahora dedico cada minuto a ellos.
Ese día, reservé una cita en el salón de belleza para Lucía y por la noche fuimos al restaurante donde celebramos nuestro primer aniversario. Al día siguiente, al teatro. Mientras sostuve su mano entre las butacas, entendí que el hogar no son cuatro paredes. Es quien, a pesar de todo, sigue eligiéndote cada mañana.