Chicas, confesad, ¿quién de vosotras es Lola? La chica nos miró a mi amiga y a mí con curiosidad y un punto de picardía.
Yo soy Lola. ¿Qué pasa? pregunté, desconcertada.
Toma, una carta. De Vicente dijo la desconocida, sacando del bolsillo de su bata un sobre arrugado y entregándomelo.
¿De Vicente? ¿Dónde está él? me sorprendí.
Lo han trasladado a un internado para adultos. Te esperaba, Lola, como si fueras maná del cielo. Se quedó hecho unos zorros. Me dio esta carta para que le corrigiera los errores; no quería quedar mal contigo. Bueno, me tengo que ir. Ya es hora de comer. Soy educadora aquí la chica me miró con reproche, suspiró y se marchó corriendo.
Aquella vez, mi amiga y yo, paseando sin rumbo, habíamos terminado en los terrenos de un edificio desconocido. Teníamos dieciséis años, el verano nos llenaba de alegría y buscábamos aventuras.
Lucía y yo nos sentamos en un banco cómodo. Charlábamos, reíamos y ni nos dimos cuenta de que dos chicos se acercaban.
Hola, chicas. ¿Os aburrís? ¿Nos presentamos? dijo uno, tendiéndome la mano. Soy Vicente.
Yo, Lola. Y esta es mi amiga Lucía. ¿Y cómo se llama tu amigo el callado?
Leandro respondió el otro, casi en un susurro.
Los chicos nos parecieron anticuados y demasiado correctos. Vicente, con tono serio, soltó:
Chicas, ¿por qué lleváis faldas tan cortas? Y Lucía, ese escote es atrevido.
Uy, chicos, no miréis donde no debéis. Que se os pueden ir los ojos cada uno por su lado respondimos entre risas.
Es que no podemos evitarlo. Somos hombres, al fin y al cabo. ¿Y también fumáis? insistió el recatado Vicente.
Claro, pero sin darle calada bromeamos.
Fue entonces cuando nos fijamos en que algo no iba bien con sus piernas. Vicente apenas podía caminar, y Leandro cojeaba visiblemente.
¿Estáis aquí de tratamiento? pregunté.
Sí. Tuve un accidente de moto. Leandro se tiró mal desde un acantilado al agua contestó Vicente, como si lo hubiera ensayado. Pronto nos darán el alta.
Lucía y yo nos creímos su “historia” sin dudar. Ni se nos pasó por la cabeza que Vicente y Leandro llevaban toda su vida en ese internado. Para ellos, nosotras éramos un soplo de libertad.
Vivían y estudiaban en un lugar cerrado al mundo. Cada uno tenía su versión inventada: un accidente, una caída, una pelea Pero, pese a todo, eran interesantes, cultos y más sabios que muchos adultos.
Empezamos a visitarlos cada semana. Primero, por lástima, para animarlos. Luego, porque tenían mucho que enseñarnos.
Aquellos encuentros se volvieron costumbre. Vicente me traía flores arrancadas de algún jardín cercano; Leandro le regalaba a Lucía figuritas de origami que hacía él mismo, siempre con timidez. Nos sentábamos los cuatro en el mismo banco: Vicente a mi lado, Leandro dándole la espalda al mundo para concentrarse solo en Lucía. Mi amiga se sonrojaba, pero era obvio que disfrutaba de su compañía.
Pasó el verano, cálido y dulce. Llegó el otoño lluvioso, las clases, el último curso Y, sin darnos cuenta, Lucía y yo olvidamos a aquellos chicos.
Los exámenes, la graduación, la fiesta de fin de curso Y al fin, otro verano lleno de esperanzas.
Un día, volvimos al internado. Nos sentamos en el banco de siempre, esperando que aparecieran Vicente y Leandro, con sus flores y sus pajaritas de papel. Pero esperamos en vano.
De pronto, salió corriendo una chica del edificio y se dirigió a nosotras. Era quien me entregó la carta. La abrí de inmediato:
*”Querida Lola, flor de mi vida, estrella inalcanzable Quizá no lo notaste, pero me enamoré de ti desde el primer instante. Nuestros encuentros eran mi aire, mi razón de ser. Llevo medio año mirando por la ventana, esperándote en vano. Me has olvidado. Qué pena Nuestros caminos son distintos, pero te agradezco por haberme enseñado el amor de verdad. Recuerdo tu voz, tu sonrisa, tus manos suaves. ¡Cuánto echo de menos verte solo una vez más! Vicente y yo cumplimos dieciocho. Pronto nos llevarán a otro centro. Quizá no nos volvamos a encontrar. Mi corazón está hecho trizas. Ojalá supere esta enfermedad que eres tú. Adiós, mi amor.”*
Firmado: *”Siempre tuyo, Vicente.”*
Dentro del sobre, una flor seca.
Me invadió una vergüenza terrible. El corazón se me encogió al pensar que ya nada tenía remedio. Recordé aquello de *”somos responsables de quienes domesticamos”*, pero jamás imaginé lo que Vicente sentía. Yo no podía corresponderle. No sentía nada más que amistad y admiración por su ingenio. Sí, coqueteé un poco, le di cuerda sin malicia Pero nunca pensé que mi juego avivaría un incendio en su corazón.
Han pasado muchos años. La carta de Vicente se ha vuelto amarilla; la flor, polvo. Pero aún recuerdo aquellas tardes inocentes, las risas, sus bromas.
Hubo un final feliz para Lucía. Se compadeció de la vida difícil de Leandro, abandonado por sus padres por ser “diferente” una pierna mucho más corta que la otra. Estudió magisterio y ahora trabaja en un centro como aquel. Leandro es su marido, y tienen dos hijos.
Según contaba Leandro, Vicente vivió siempre solo. Hasta que, a los cuarenta, su madre arrepentida lo buscó, lo vio allí, desvalido, y se lo llevó a su pueblo. Después, se perdió su rastro