No pude enamorarme

Chicas, ¿cuál de vosotras es Lilia? preguntó una joven con mirada curiosa y un dejo de picardía mientras nos observaba a mí y a mi amiga.

Yo soy Lilia. ¿Qué ocurre? respondí, desconcertada.

Toma esta carta. Es de Vladimiro dijo la desconocida, sacando del bolsillo de su bata un sobre arrugado y entregándomelo.

¿De Vladimiro? ¿Dónde está él? pregunté, sorprendida.

Lo trasladaron a un internado para adultos. Te esperaba como si fueras maná del cielo, Lilia. Se consumió de ansiedad. Me dio esta carta para que revisara los errores; no quería quedar mal ante ti. Bueno, debo irme. Pronto es la hora de comer. Trabajo aquí como cuidadora explicó, mirándome con reproche antes de alejarse con un suspiro.

Todo comenzó un verano, cuando mi amiga y yo, con dieciséis años y sed de aventuras, llegamos sin querer a los terrenos de un edificio desconocido. Nos sentamos en un banco, charlando y riendo sin prestar atención a nuestro alrededor.

De pronto, dos muchachos se acercaron.

Hola, chicas. ¿Os aburrís? ¿Nos presentamos? dijo uno, extendiendo la mano. Soy Vladimiro.

Yo soy Lilia, y esta es mi amiga Lucía. ¿Y vuestro amigo silencioso?

Me llamo León murmuró el otro.

Nos parecieron anticuados y demasiado formales. Vladimiro, con seriedad, comentó:

Chicas, ¿por qué lleváis faldas tan cortas? Y Lucía, ese escote es muy atrevido.

¡Vaya! Pues no miréis donde no debéis, o los ojos se os van a desviar bromeamos, riendo.

Es difícil no hacerlo. Somos hombres, al fin y al cabo. ¿También fuman? insistió Vladimiro, con aire mojigato.

Claro, pero no tragamos el humo contestamos, divertidas.

Fue entonces cuando notamos algo extraño en sus piernas: Vladimiro caminaba con dificultad, y León cojeaba notablemente.

¿Estáis aquí para tratamientos? pregunté.

Sí. Tuve un accidente en moto, y León se lastimó al saltar de un acantilado al agua respondió Vladimiro, como si recitara un guion. Pronto nos darán el alta.

Nosotras creímos su historia. No sabíamos que ambos eran discapacitados de nacimiento, condenados a vivir en aquel internado. Para ellos, nosotras éramos un soplo de libertad.

Cada uno tenía su excusa: accidentes, caídas, peleas pero la verdad era que nunca saldrían de allí.

Aun así, eran interesantes, cultos y sabios para su edad. Empezamos a visitarlos cada semana, primero por lástima, luego porque tenían mucho que enseñarnos.

Se volvió una costumbre. Vladimiro me regalaba flores arrancadas de algún jardín, y León hacía origami para Lucía, entregándoselo con timidez. Nos sentábamos juntos en el banco: Vladimiro a mi lado, León de espaldas, concentrado en Lucía. Ella se ruborizaba, pero era evidente que disfrutaba de su compañía.

Pasó el verano, llegó el otoño, y con él, el último año de instituto. Nos olvidamos por completo de Vladimiro y León.

Tras los exámenes y la graduación, volvimos al internado, ansiosas por verlos. Nos sentamos en el banco habitual, esperando que aparecieran con sus pequeños regalos. Pero nadie vino.

Entonces, la misma cuidadora nos entregó la carta:

*”Querida Lilia, flor fragante, estrella inalcanzable Tal vez no notaste que me enamoré de ti al instante. Nuestros encuentros eran mi vida. Llevo medio año esperándote en vano. Nuestros caminos son distintos, pero te agradezco por haberme enseñado el amor verdadero. Recuerdo tu voz, tu sonrisa, tus manos. Sin ti, me ahogo. Ojalá pudiera verte una vez más*

*León y yo cumplimos dieciocho. Nos trasladarán a otro internado. Quizá nunca volvamos a vernos. Espero superarte algún día. Adiós, amor mío.”*

Firmado: *”Siempre tuyo, Vladimiro.”*

Dentro del sobre había una flor seca.

Me invadió la vergüenza. Me dolió pensar que nada podía cambiar. Recordé aquello de que somos responsables de quienes domesticamos.

Jamás imaginé lo que Vladimiro sentía. Yo solo sentía curiosidad y simpatía, nada más. Coqueteé sin malicia, sin saber que avivaba un fuego que lo consumiría.

Han pasado décadas. La carta se ha vuelto amarilla, la flor, polvo. Pero aún recuerdo aquellas noches inocentes, las risas, las charlas sin sentido.

Hay un final distinto para Lucía y León. Ella, conmovida por su historia sus padres lo abandonaron por su discapacidad, estudió magisterio y ahora trabaja en un internado. Se casaron, tienen dos hijos.

De Vladimiro se supo poco. Cuando cumplió cuarenta, su madre, arrepentida, lo llevó a su pueblo. Después, el rastro se perdió

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No pude enamorarme