No pude contenerme… Traicioné a mi esposa
Ocurrió en la etapa más difícil de nuestra relación. Ya casi no hablábamos de corazón, y la casa se había convertido en una posada donde solo coincidíamos. Ella pasaba los días en casa con los niños: hacía cocidos, lavaba, planchaba, los acostaba… Yo volvía agotado y de mal humor. Entre nosotros se alzaba un muro invisible de rutina, silencio y resentimientos. Empecé a quedarme más horas en la oficina, hasta que una día llegó una nueva compañera: guapa, vivaracha, despreocupada. Sin hijos. Sin ataduras.
Sentí como si reviviera aquellos tiempos en que todo comenzaba. Ella era alegre, espontánea, sin el peso que ahogaba mi hogar. Empecé a cortejarla: flores, comidas, cafés, paseos al atardecer. A Carmen le mentía: «Se estropeó el ordenador de un colega», «una reunión interminable», «he quedado con Álvaro». Sin darme cuenta, cruzamos la línea. Un mes después, me invitó a su piso. Pasamos una noche de pasión y ternura. Por un instante, creí haber encontrado lo auténtico. Lo que ya no hallaba en casa.
Al regresar, mi rostro debió delatarme. El piso estaba en silencio; los niños dormían. Carmen me esperó en la entrada, ojerosilla, mirada apagada. No dijo nada, solo me observó con esa expresión… Como si lo supiera. Se marchó a la cocina. Tras ducharme, noté el peso de la culpa y fui tras ella. La vi de espaldas, frente a los fogones. Cuando le propuse cenar juntos, murmuró: «Estoy agotada… Voy a acostarme».
Más tarde, al entrar en el dormitorio, ya dormía vestida, abrazada a la almohada como una niña. Sobre el baúl, nuestro álbum de bodas. Lo abrí sin saber por qué. En la primera página, el pasado me engulfió: allí estaba ella. Mi chica. Aquella en quien me enamoré. Joven, elegante, radiante. Y yo a su lado, con ojos brillantes. Recordé cómo la conquisté, cómo anhelé que fuese mía. Y cómo ella, pudiendo elegir a cualquiera, me escogió a mí.
No pegué ojo en toda la noche. Imágenes danzaban: el rostro de Carmen, los ojos de Lucía, las risas de Sofía y Mateo. De pronto, un relámpago: no solo traicioné a mi esposa. Traicioné al Javier que fui. Perdí a quien me acompañó en risas y lágrimas, por un espejismo. Y entendí: aún podía recuperarlo. Solo debía intentarlo.
Al amanecer, mientras Carmen dormía, llamé a mi madre para que se llevase a los niños el fin de semana. Sorprendida, aceptó. Preparé tostadas con tomate y se las llevé a la cama. Ella abrió los ojos, me miró con sorpresa… Después, con una sonrisa tenue. Y supe: aún había esperanza. No lo había perdido todo.
Dejé de hablar con Lucía. Ignoré sus llamadas, sus mensajes. Sí, actué como un cobarde. Pero no quiero vivir entre mentiras. Ocultar el móvil, inventar excusas. Ahora, mi tiempo es solo para ellos.
Ese día, llevé a Carmen al salón de belleza. Por la noche, cenamos en el restaurante de tapas donde celebramos nuestro primer aniversario. Al día siguiente, al Teatro Real. Sentado a su lado, acariciando su mano, comprendí que por fin volvía a casa. El verdadero hogar no son cuatro paredes. Es quien te elige cada día, a pesar de todo.