No podía soportar más su ira, pero la vida me dio una nueva oportunidad

No podía soportar más su ira, pero la vida me dio una segunda oportunidad.

La tarde en nuestro piso en Sevilla era como cualquier otra: yo, Lucía, recogía después de cenar, mi marido Alejandro veía la tele y nuestro hijo Daniel estudiaba para sus exámenes. Pero esa noche todo cambió. Una conversación sobre visitar a mis padres terminó en una discusión que fue la gota que colmó el vaso. Mi vida con Alejandro, llena de gritos y desprecio, se derrumbó, pero el destino me sorprendió con una nueva oportunidad para ser feliz. Ahora estoy al borde de una nueva vida, y mi corazón late entre miedo y esperanza.

Entré en el salón, jugueteando con el delantal. Alejandro, como siempre, estaba tumbado en el sofá, pegado a la pantalla.

—Alejandro, ha llamado mamá— me atreví a decir—. Papá está enfermo, necesito ir al pueblo para ayudar con el corral y la huerta…

Alejandro se levantó de un salto, tirando el mando al suelo. Su cara se puso roja de rabia.

—¡Me importa un bledo la huerta de tus padres!— gritó—. ¡La semana que viene vamos a lo de mi madre y punto!

—No puedo dejar a mis padres así— contesté en voz baja—. Iré sola y luego nos vemos con tu madre.

Se quedó sin palabras, ahogándose de indignación. Yo me giré y me fui al dormitorio, pero por dentro ardía. A la mañana siguiente ocurrió lo que cambió mi vida.

De joven, ingenua y buena, me enamoré de Alejandro. Nos conocimos en una fiesta de la universidad; yo estudiaba magisterio y él ingeniería. Su carácter brusco me parecía entonces muestra de fortaleza, y yo, enamorada, suavizaba sus arranques. Mis amigas me avisaban: “Lucía, es un grosero, nada le parece bien, ¡piénsatelo!” Pero no hice caso, creyendo que mi amor lo cambiaría. Tras la boda nos instalamos en Sevilla, nació Daniel, y los primeros años fueron casi felices. Pero con el tiempo, Alejandro se volvió insoportable.

Yo era maestra de primaria y adoraba a mis alumnos; ellos querían mucho a su “señorita Lucía”. Alejandro, ingeniero en una fábrica, siempre se quejaba del trabajo. “No me valoran, Lucía— decía—. Propongo ideas y se ríen de mí”. Intentaba calmarlo, pero él se enfurecía: “¿Y tú también? Quédate con tus niños en el cole, que para eso no hace falta pensar”. Sus palabras dolían, pero callaba para evitar peleas.

Luego lo despidieron. Encontró otro trabajo, pero al año pasó lo mismo: conflictos con los compañeros y otro despido. En casa se volvió imposible: me gritaba, me reprochaba que no lo apoyaba. Aguante por Daniel, no quería que creciera sin padre. Pero el amor se había apagado hacía tiempo y me di cuenta de que confundí el enamoramiento con algo verdadero. Alejandro solo se quería a sí mismo y no soportaba que lo criticaran.

Nuestro hijo creció, y tras otra pelea, me dijo: “Mamá, ¿por qué aguantas? Ya es hora de irse”. Me sorprendió que se diera cuenta. “Hijo, no quería que crecieras sin padre”, le contesté. Pero él respondió: “Mamá, él no te trata bien y a mí ni me mira”. Esas palabras me hicieron reflexionar.

Esa noche fatal empezó con mi llamada a mis padres. Al enterarme de que mi padre estaba mal, decidí viajar. Alejandro estalló, su ira cayó sobre mí como una tormenta. Por la mañana, mientras hacía la maleta, entró gritando e insultando. Lloré, pero no cedí. Cuando se fue, dando un portazo, llamé un taxi y me fui al pueblo. Se lo conté a mi madre, suplicándole que no le dijera a mi padre— ya estaba débil.

—Lucía, esto no es vida— me dijo, abrazándome—. Tú mereces más.

Dos meses después, me divorcié de Alejandro. Me llamó, me amenazó, pero me mudé a otra ciudad. Daniel se quedó en la residencia de la universidad, sin querer hablar con su padre. Empecé a trabajar en un colegio pequeño, alquilé un piso y me sumergí en mi trabajo. Mis alumnos fueron mi salvación; sus sonrisas me ayudaban a olvidar el dolor.

Antes de Navidad, volviendo del cole, vi a un hombre que, al bajarse del coche, se mareó y cayó. Corrí hacia él, lo acosté en el suelo, puse mi bolso bajo su cabeza y llamé a una ambulancia.

—¿Es familiar suyo? ¿Vendrá al hospital?— preguntó el médico.

—No, solo pasaba por aquí, vengo del cole— contesté confundida—. No lo conozco.

—Déjeme su número, por si acaso— insistió.

El dos de enero, sonó el teléfono. Pensé que era Daniel, pero era una voz desconocida:

—Hola, Lucía, feliz año. Soy Javier. Usted me salvó al llamar a la ambulancia. Quiero conocerla, si tiene tiempo para visitarme.

Me desconcertó— casi había olvidado el incidente. Siempre ayudaba a la gente, pero esta llamada fue distinta.

—Vale, iré— respondí.

Al entrar en su habitación, vi a un hombre de unos cincuenta, con canas pero mirada viva. Javier me miró como si hubiera visto un milagro.

—Hola, soy Lucía. ¿Cómo está?— pregunté.

—Gracias a usted, estupendamente— sonrió—. No sabe cuánto le agradezco.

Javier estaba de paso por trabajo. Mientras estuvo ingresado, lo visitaba a menudo. Hablábamos de todo, y sentí que cada vez me era más cercano. Antes de irse, me dijo:

—Lucía, no me voy sin usted. ¿Qué la ata aquí? Tengo casa, trabajo, un cole cerca. Daniel también puede venir, hay sitio. Vivo con mi padre, él estará encantado.

Me contó que perdió a su mujer y a su hija en un accidente hace siete años. Desde entonces, estaba solo, hasta conocerme. Sus palabras me llegaron al alma. Entendí que no era lástima, sino un sentimiento real— fuerte, nuevo, como un amor que nunca había conocido.

—Creo que acepto— sonreí—. Aquí no me queda nada.

A mis cuarenta y dos años, empiezo una vida nueva. Javier me dio esperanza, y por fin tengo la oportunidad de ser feliz. Mi alma, maltratada durante años, ahora revive, y sé que me espera un futuro luminoso.

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No podía soportar más su ira, pero la vida me dio una nueva oportunidad