**De otra manera no podía ser**
—Hola, Serafina. ¿Cómo te va? Hace siglos que no te veo. ¿Tu hija no se ha casado todavía? —le soltó una vieja conocida a la puerta del supermercado.
—Pues tú tampoco pareces estar peor. ¿Y a ti qué te importa? ¿Tienes algún novio en mente? No nos vale cualquiera. Mi Raquel es una chica educada, lee libros inteligentes —contestó Serafina, sin demasiado entusiasmo por el giro de la conversación.
—No te ofendas, pero esos libros no sirven de mucho, Serafina. A veces el saber ocupa lugar. Si os ponéis demasiado exquisitas, tu hija acabará solterona y no te lo agradecerá.
—No seas agorera. ¿O es que sueñas con colocar a tu hijito? —replicó Serafina sin dejarse ganar.
—Ay, Serafina, qué lengua tienes… —suspiró la otra.
—Prefiero que lea libros a que ande de juerga por ahí. Mira la hija de Antonia, tuvo una niña sin padre, se la tiró a la madre y ella se largó sin más.
—Pero tú también exageras, teniendo a tu hija bajo tu ala como si fuera una niña. No está bien —argumentó la antigua amiga.
—Pues métete en tu vida y vigila a tu hijito, no sea que acabe borracho perdido —dijo Serafina, recogiendo las bolsas y alejándose mientras mascullaba—. Ojalá no volver a verte…
En casa, dejó las bolsas en la cocina y entró en la habitación de su hija.
—¿Siempre con los libros? Hasta Cervantes dijo que el saber trae desgracias —soltó de golpe.
—No fue Cervantes, fue Calderón de la Barca —la corrigió Raquel.
—¿Y qué más da? Ve a comprar leche, que no queda. O sal a dar una vuelta, encerrada todo el día con esos libros, te vas a dejar la vista —dijo Serafina, resentida.
—Mamá, ¿qué mosca te ha picado? Primero no me dejas salir, ahora me echas.
—Es que estoy harta de tanta habladuría. Hija, no me opongo a que te cases, pero ¿con quién? —Serafina agitó la mano y salió de la habitación.
Raquel cerró el libro y reflexionó. Su madre la había criado sola. Cuando la regañaba, solía decirle que era igual que su padre. De pequeña, Raquel le pedía ver una foto de él.
—No sé dónde está, se habrá perdido. Ya la encontraré —se excusaba su madre.
Al crecer, Raquel comprendió que no había ninguna foto. Que quizá su padre ni siquiera sabía de su existencia.
¿Sería cierto que se parecía a él? A diferencia de su madre, corpulenta, Raquel era delgada, con pelo rubio fino. Las cejas y pestañas, también claras, le daban un rostro pálido y poco expresivo. En el instituto, una amiga le maquilló las pestañas antes de una fiesta escolar.
—¿Te has fijado en tus amigas? No te enseñan nada bueno. ¡Lávate ahora mismo! —le gritó su madre al verla con los ojos delineados.
Los chicos no le hacían caso. Había chicas mucho más guapas. Cuando el tímido Jorge, en la universidad, la invitó al cine, se alegró. Él, como ella, era culto y reservado. Un día, Raquel lo invitó a casa mientras su madre trabajaba.
Por mala suerte, Serafina se sintió indispuesta y volvió antes. No hacían nada malo, solo hablaban de libros. Pero su madre se agarró el pecho y fingió un desmayo. Jorge salió pitando, y Raquel escuchó tantas cosas de su madre que juró no llevar nunca más a un chico a casa.
Con Jorge no hubo nada más. Cuando su madre supo que era de un pueblo pequeño, sentenció que solo estaba con Raquel por el piso y empadronarse.
—Luego no habrá manera de echarlo. No pienso dividir el piso, me costó demasiado conseguirlo.
Tras graduarse, Raquel empezó a trabajar en una biblioteca. Era demasiado tímida para ser profesora.
—Nunca encontrarás novio entre libros. Solo van mujeres. Te dije que estudiaras medicina. Así al menos me curarías a mí. Los hombres respetan a las mujeres de bata blanca.
Pero Raquel odiaba la medicina. Los libros eran otra cosa. En ellos vivía las vidas de los personajes, sufría y amaba. En su mente se formó la imagen de un príncipe azul, como les pasa a las románticas. Pero en la vida real, los héroes no aparecían. Solo se fijaban en ella divorciados o viudos, casi tan mayores como su madre. Y si aparecía un joven, su madre encontraba defectos o malas intenciones.
Si Raquel protestaba, su madre se agarraba el pecho y ponía los ojos en blanco.
—Deberías irte de casa, Raquel. Si no, nunca te casarás. Los años pasan, es hora de ser madre… ¿Cuántos tienes? —le preguntó un día la directora de la biblioteca, Inmaculada, en la pausa del café.
—Treinta y cuatro —contestó Raquel, cabizbaja.
—Pues eso. ¿A qué esperas?
—¿Y qué hago? —preguntó tímidamente.
—Márchate. Antes de que sea tarde. Vive por tu cuenta —le aconsejó con firmeza.
—¿Cómo? Si mi madre tiene problemas de corazón —se enfadó Raquel.
—¿Estás segura? Según tú, los ataques le vienen cuando aparece algún pretendiente. ¿O no?
—Nunca ha habido ninguno —respondió, avergonzada.
—Porque tu madre no lo permite.
—Pero ella se preocupa por mí. Solo me tiene a mí —insistió Raquel.
—Te ahoga con su cuidado. Ya eres mayor, vive tu vida. Vete a la playa. Yo te doy el permiso. Y me ocupo de tu madre. Allí no te duermas. El mar, ya sabes, inspira amor.
Inmaculada la ayudó, y Raquel se fue de vacaciones. Pero allí solo se fijaron en ella cuarentones buscando aventura.
En su último día, sentada en la arena, admirando un atardecer precioso, pensó en quedarse allí para siempre.
—Qué bonito —dijo una voz masculina.
Al levantar la vista, vio a un hombre atractivo, algo mayor que ella.
—¿Puedo? —se sentó a su lado—. Llevo días observándote. Siempre estás sola. El mar invita a la soledad y a pensar. ¿No crees? Dan ganas de quedarse aquí para siempre.
—Es curioso, estaba pensando lo mismo —respondió, sonrojada.
—¿En serio? Pensamos igual.
HabSe miraron en silencio bajo el cielo teñido de naranja y, sin saberlo, ambos entendieron que a veces la vida da segundas oportunidades cuando menos se esperan.