—No voy a comer eso —declaró la suegra con desdén, observando el plato de cocido.
—¿Qué es esto? —Carmen Martínez arrugó la nariz y olfateó el aire como si hubieran colocado un cubo de basura sobre la mesa.
—Cocido madrileño —aclaró su nuera Lucía con una sonrisa, destapando una cazuela de barro para servir un caldo espeso y aromático—. Es un placer cocinar con verduras de nuestra huerta.
—No le veo la gracia —resopló Carmen—. ¡Pierdes horas entre tierra y fogones!
—Es cierto —rio Lucía con amabilidad—, pero cuando es tu pasión, se disfruta.
—Claro, cuando es *tu* pasión y no una imposición —replicó Carmen, apretando los labios—. ¿Para quién has cocinado tanto?
—Para nosotros. No es mucho, solo para un par de días.
—¡No pienso probar ese engrudo! —la suegra agitó las manos y retrocedió—. ¿Qué lleva? ¡Ni se distingue! —Hizo una mueca de asco y se tapó la boca con dramatismo.
Lucía suspiró, conteniendo una mirada al cielo.
Ella y Miguel, hijo de Carmen, se conocieron hace año y medio. Se enamoraron en su primera conversación y se casaron al mes, sin ceremonias. Ahorraron para su sueño: una casa en un pueblo de Castilla, que decoraban con esmero.
En todo ese tiempo, Lucía había visto a Carmen cuatro veces, igual que Miguel. Tres de esas visitas fueron por insistencia de ella, convenciendo a su marido de reunirse en festivos.
Carmen siempre consideró el matrimonio de su hijo un capricho. Sin poder controlar a un hombre adulto, esperaba que la relación se desvaneciera. Pero el tiempo pasaba, y su frustración crecía.
No entendía qué veía Miguel en esa «chica rústica». Él, un hombre atractivo, siempre rodeado de mujeres refinadas. Criado en Madrid, como ella, Carmen intuía que Miguel ya estaría harto de la vida rural. Solo necesitaba un empujón para volver a la ciudad y encontrar una compañera adecuada, alguien con quien ella congeniara.
¡Y debía actuar antes de que Lucía lo atara con un hijo!
Su plan fue claro: llamó a Lucía y se invitó, pues nunca le habían celebrado la casa. Lucía recordó haberla invitado dos veces, pero Carmen siempre se excusó. Ahora, tras dos días allí, Carmen recorría el salón con indignación.
¡Su hijo, como ella y su difunto marido, odiaba los guisos! En su familia solo se comía lo reconocible a primera vista. ¿Cómo permitía que su esposa lo dominara? ¿Acaso le había hechizado?
Carmen se estremeció. Descartó la idea de que Lucía usara artimañas íntimas: imposible. ¡Era un embrujo! ¿Cómo si no explicar que Miguel comiera aquello?
—¿Qué no se distingue? —Lucía, ignorando el teatro, sirvió otro plato—. Mira: garbanzos, carne, morcilla, patata… Según la receta de mi abuela. Luego le añado hierbas de la huerta y un chorrito de aceite.
—¡Vaya bazofia! —Carmen alzó las manos, escandalizada.
—Por cierto, a su edad le convendrían legumbres. Ayudan al tránsito.
Carmen enrojeció, pero continuó:
—¿Y por qué obligas a Miguel a comer esto?
—Él lo elige.
—¡Un hombre no tiene opción si no hay otra cosa!
—¿Cocinar? ¿Pedir comida? ¿Visitar a su madre? —Lucía enumeró con ironía.
Carmen enrojeció más.
—¡No seas insolente! Podrías haberme preguntado sus gustos.
—Señora Martínez, él me los dijo. Es adulto. Agradezco que sepa expresarse.
—¡Te miente para no herirte! ¡Ahora se atraganta!
—Vaya —Lucía fingió preocupación—. Ya que el cocido está hecho, habrá que terminarlo. ¿Lo acompañará en solidaridad?
—¿Cómo te atreves?
—¡Lucía! ¡Hemos llegado! —sonó la voz de Miguel desde la entrada. Un ladrido resonó, y un perro blanco irrumpió en la sala.
—¡Aaah! —chilló Carmen, escondiéndose tras Lucía.
—Tranquila, es Lola. No muerde —Lucía alzó la mano, y el animal se sentó obedientemente—. Mi niña lista.
—¿Por qué dejan entrar perros callejeros? —bufó Carmen.
—No es callejera. Vive con nosotros.
—¿Dentro? ¡Es antihigiénico! ¡Y Miguel odia los animales!
—No, madre, *tú* los odias. Hola —Miguel entró y besó a Lucía en los labios—. Justo a la hora de comer.
—Hijo —Carmen esperó un beso en la mejilla, pero él solo la abrazó brevemente.
—¿Almorzamos? —preguntó Miguel, sonriendo ante el aroma.
—Me encantaría, pero solo hay comida para cerdos —Carmen espetó—. ¿Y ese olor? Peor que el tráfico.
Miguel miró a su madre, luego a Lucía, y su expresión se endureció.
—Había olvidado estas obsesiones —murmuró.
—¿Obsesiones? ¡Son nuestras costumbres! ¡Tú nunca te quejaste!
—De niño, temía enfadar a papá. Después, evitar conflictos contigo.
—¿Qué dices? —Carmen palideció. Lola ladró, y ella amenazó al animal—. ¡Fuera! ¡Esta casa es un zoológico! ¿Eres el dueño o no?
—Lo soy —respondió Miguel con firmeza.
—¡Pues actúa! —exhaló Carmen, aliviada.
—¿Dónde está tu equipaje?
—¡En el recibidor! Y yo muerta de hambre.
—Perfecto. Agradece a Lucía la invitación.
—¿Qué?..
—Agrádcele su último intento por llevarse bien contigo. Y pide disculpas.
—G-gracias… y p-perdona —farfulló Carmen, venenosa.
Lucía asintió.
—Vamos.
—¿Adónde?
—Donde todo sea de tu gusto: tus normas, tus tradiciones.
—¡Miguel, yo…!
—Papá y tú odiaban los guisos, los animales, el campo. Mi opinión nunca importó. Pero él me dio un consejo: «Si no te gusta lo nuestro, crea lo tuyo». Y lo creé, madre. Aquí mando yo. Y la dueña es mi esposa. ¿No te gusta? Tú aún tienes lo tuyo.
—¡Ella te ha envenenado contra mí! —gimió Carmen—. ¡Te ha hechizado!
Miguel la tomó del brazo, llevó su maleta a la puerta y abrió:
—Lucía, por cierto, estaba de tu parte. Quería llevarse bien. Hasta te preparó otro plato. Pero el cocido fue la prueba. Fallaste —señaló un taxi—. Te espera.
—¿Cuándo llamaste? —balbuceó Carmen.
—Le dije a Lucía que aguantara. Y acerté.
—¡Eres…!
—Soy el dueño, como querías —Miguel dejó la maleta en el suelo y cerró la verja.
—Hechizo —concluyó Carmen, ya en el taxi, buscando en su móvil cómo romperlo. Algo habría para recuperar a su hijo.







