«¡No permitiré que mi madre termine en una residencia de ancianos!» — con esa fingida determinación, mi tía Carmen se llevó a nuestra abuela enferma a su casa, y tres meses después, descubrimos que la había internado en un asilo.
Nunca olvidaré el día en que mi tía Carmen, la hermana de mi madre, se llevó a nuestra abuela Teresa con un dramatismo digno de una obra de teatro. Fue un auténtico espectáculo lleno de palabras altisonantes, acusaciones y lágrimas amargas. ¡Cuántas frases hirientes tuvimos que escuchar de ella! Gritaba tanto que parecía que su voz resonaba por todo el pueblo, como si quisiera que cada vecino de nuestro pequeño pueblo cerca de Salamanca supiera lo “justiciera” que era y lo “insensibles” que éramos nosotros.
— ¡No permitiré que mi madre se pudra en una residencia! ¡Yo tengo conciencia, no como vosotros! — le espetaba a mi madre con tal furia que aún hoy me hace estremecer al recordarlo.
Sus palabras sonaban como citas de un libro sobre los valores familiares, pero escondían malicia y juicio. Ella se pintaba como una heroína, mientras que a nosotros nos retrataba casi como traidores. Pero no era cuestión de conciencia, sino de que la abuela realmente necesitaba ayuda profesional que nosotros ya no podíamos proporcionarle.
Todo comenzó después del ictus que sufrió la abuela. Su salud se vino abajo como un castillo de naipes: su memoria fallaba, se perdía en su propia habitación, lloraba sin motivo alguno, y su comportamiento se volvió un enigma. A veces podíamos con ello, pero esos episodios se hicieron cada vez más frecuentes y peligrosos. Una vez volvimos a casa y nos encontramos con una escena espeluznante: todas las luces estaban encendidas, los grifos abiertos, y el fuego de la cocina encendido. La abuela estaba sentada en un rincón murmurando, sin darse cuenta del desastre que casi provoca. Por suerte, llegamos a tiempo, de lo contrario podría haber sido trágico.
Después de otra visita al médico, nos dijeron la dura verdad: el estado de la abuela solo empeoraría. Los medicamentos podían ralentizar un poco el deterioro, pero no había esperanza de un milagro. Nos dimos cuenta de que ya no podía cuidarse sola, y nosotros no podíamos estar a su lado las 24 horas. El trabajo, los niños, la vida… todo nos abrumaba, y el sentimiento de impotencia nos rompía el alma.
Tras largas discusiones y lágrimas, decidimos buscar una buena residencia donde los profesionales se ocupen de la abuela, donde estaría segura y bien cuidada. No pensábamos abandonarla, queríamos darle lo mejor en esa situación. Pero cuando mi tía Carmen, que vivía en un pueblo cercano, se enteró, vino hacia nosotros como una furia, dispuesta a arrasarlo todo.
— ¿Cómo podéis siquiera pensar en internar a vuestra propia madre? ¡Tiene hijos, y queréis deshaceros de ella como de un mueble viejo! — gritaba ella, con los ojos relucientes de enojo.
Sus palabras cortaban como cuchillos. Luego, sin escuchar nuestras explicaciones, se llevó a la abuela, cerrando la puerta tras de sí con un golpe que hizo temblar los cristales. Nos quedamos en silencio, aturdidos por su ira y nuestra propia confusión.
Pasaron tres meses. Tres largos meses llenos de preocupación por la abuela. Y de repente nos llegó la noticia que lo cambió todo: la tía Carmen había internado a la abuela en una residencia. Sí, la misma mujer que juraba por su conciencia y nos acusaba de inhumanos, no pudo con el esfuerzo. Resultó que cuidar de una anciana enferma no eran solo palabras grandilocuentes, sino un trabajo duro para el que no estaba preparada.
La ironía del destino me quemó como hierro al rojo vivo. Quise marcar su número y gritarle al teléfono: «¿Dónde está ahora tu famosa conciencia, tía Carmen? ¿Dónde están tus promesas?» Pero no contestó. Al parecer, se dio cuenta de que se había excedido, de que su orgullo le había jugado una mala pasada. Pero no tuvo el valor de disculparse ni de admitir su error. Nos quedamos con ese amargo regusto de hipocresía, y la abuela quedó tras paredes ajenas, lejos de todos nosotros.»






