¡No pasa nada, sólo un arrebato!

—¡Bah, es solo un arranque! —gritó la voz desde el pasillo—. ¿A quién le importas, vieja bruja? Solo eres una carga para todos. Vuelas por aquí apestando. Si dependiera de mí, ya te habría… Pero no, tengo que aguantarte. ¡Te odio!

Lucía casi se atraganta con el té. Acababa de hablar con su abuela, Rosalía Fernández, por videollamada. La anciana se había ausentado un momento.

—Un segundo, cariño, ahora vuelvo —dijo Rosalía, levantándose del sillón con un gemido antes de salir al pasillo.

El móvil quedó sobre la mesa. La cámara y el micrófono seguían encendidos. Lucía, distraída, miró la pantalla del ordenador. Hasta que… ocurrió. La voz llegó desde el pasillo.

Al principio pensó que lo había imaginado. Pero entonces miró el móvil. Por el ruido de la puerta, alguien entraba en la habitación. Primero aparecieron unas manos ajenas, luego un costado, después… un rostro.

Elena. La mujer de su hermano. Claro, la voz también era suya.

La mujer se acercó a la cama de la abuela, levantó la almohada, luego el colchón, y rebuscó debajo con la mano.

—Aquí sentada, tomando el té… ¿Por qué no te mueres ya? De verdad, no entiendo cómo aguantas. No sirves para nada, solo gastas aire y ocupas espacio —murmuró la cuñada.

Lucía no se movió. Durante unos segundos, olvidó respirar.

Poco después, Elena se fue sin notar la cámara. Minutos más tarde, regresó Rosalía. Sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos.

—Ya estoy de vuelta. Por cierto, no te pregunté… ¿Cómo va el trabajo? ¿Todo bien? —preguntó la abuela, como si nada hubiera pasado.

Lucía asintió bruscamente. Aún intentaba digerir lo que había escuchado, aunque todo en su interior le gritaba que debía echar a esa desvergonzada de la casa. Inmediatamente.

Rosalía siempre había sido para Lucía una mujer de hierro. No, nunca alzaba la voz. Pero tenía esa severidad de maestra, forjada durante años en los pasillos escolares, en conversaciones con alumnos y padres.

Cuarenta años enseñando literatura. Los niños la adoraban: Rosalía sabía hacer incluso los clásicos interesantes.

Cuando murió el abuelo, no se hundió, pero su postura perfecta se tornó en una leve joroba. Salía menos y enfermaba más. Su sonrisa ya no era tan amplia. Aun así, conservaba su energía. Creía que todas las edades eran hermosas y disfrutaba la vida incluso ahora.

Lucía siempre había amado a su abuela porque con ella se sentía segura. Ningún problema era grave: Rosalía resolvía cualquier cosa. En su día, había regalado a su nieto la casa del pueblo para pagar sus estudios, y a Lucía le dio sus últimos ahorros para la hipoteca.

Cuando el hermano de Lucía, Pablo, se quejó de los altos alquileres tras casarse, la abuela les ofreció una habitación. “Es un piso de tres habitaciones, hay espacio para todos, y además así me cuidáis. ¿Y si me sube la tensión o el azúcar?”.

—Total, estoy sola y me aburro. Y a los jóvenes nunca les viene mal una mano —decía con entusiasmo.

Pablo se encargaba de vigilarla, mientras Lucía ayudaba con la compra, las medicinas y hasta el recibo de la luz. Su sueldo se lo permitía, y su conciencia no le dejaba quedarse de brazos cruzados. A veces le daba dinero en efectivo, otras hacía transferencias, y, conociendo la costumbre de su abuela de ahorrar “por si acaso”, a menudo llevaba ella misma la comida. Pescado, carne, lácteos, fruta… todo para que Rosalía se alimentara bien.

—Es por tu salud. Sobre todo con tu diabetes —decía Lucía.

La abuela daba las gracias, pero evitaba su mirada. Como si le diera vergüenza “molestar” a los demás.

Elena, la mujer de Pablo, siempre le había parecido a Lucía… resbaladiza. Palabras dulces, una cortesía empalagosa, pero en sus ojos solo había frío. Una mirada calculadora, sin calor ni respeto. Pero Lucía no se metía. Eran sus relaciones. Solo preguntaba a su abuela si todo estaba bien.

—Todo bien, cariño —aseguraba Rosalía—. Elena cocina, mantiene la casa limpia. Es joven, claro, pero bueno… la experiencia se gana.

Ahora Lucía entendía: era mentira. En público, Elena era un cordero. Pero sin testigos…

—Abuela, lo he escuchado todo… ¿Qué fue eso?

Rosalía se quedó inmóvil un segundo, como si no hubiera oído bien, luego desvió la mirada.

—No es nada, Lucita —suspiró—. Elena está cansada. Tienen un mal momento, Pablo siempre está fuera. Ya sabes… se le va la cabeza.

Lucía entrecerró los ojos, mirando a su abuela como si la viera por primera vez. Notó cada arruga nueva, cada señal de que la chispa en los ojos de Rosalía se había apagado. La terquedad seguía allí, el cansancio también. Pero había algo nuevo. Miedo.

—¿Que se le va la cabeza? Abuela, ¿has oído lo que te dijo? Eso no es un arranque. Es…
—Lucita… —la interrumpió Rosalía—. No me cuesta aguantar. Bah, solo ha sido un momento. Es joven, impulsiva. Y yo ya soy vieja. No necesito mucho.
—Vale. Abuela. No me tomes por tonta —Lucía no pudo contenerse—. O me lo cuentas todo ahora, o cojo el coche y voy para allá. Tú eliges.

La abuela guardó silencio unos segundos. Luego suspiró hondo, bajó los hombros y se ajustó las gafas. La ilusión se rompió. Ya no era esa mujer fuerte y sonriente la que miraba a Lucía, sino una anciana acobardada.

—No quería decírtelo —empezó—. Tú con tu trabajo, tus preocupaciones… ¿Para qué quieres estos líos? Pensé que las cosas se arreglarían…

La historia con Elena era más larga —y más oscura— de lo que Lucía imaginaba.

Los jóvenes llegaron con maletas enormes y planes de ahorrar para una hipoteca en seis meses. Al principio, Rosalía estaba contenta. La casa cobró vida: pasos por la mañana, alguien cocinando, conversaciones y risas, aunque fueran forzadas. Elena al principio se esforzaba: hacía pasteles, servía el té, incluso llevó a la abuela al médico un par de veces.

Pero entonces Pablo se fue a trabajar fuera, y todo cambió.

—Primero se volvió irritable —contó Rosalía—. Pensé que era por Pablo. Luego empezó a quedarse con la comida. Decía que tú traías demasiado, que ella lo necesitaba más, que era joven y algún día tendría un bebé… ¿Y yo? No necesito mucho, incluso me viene bien perder peso.

Resultó que Elena le había pedido dinero prestado. Rosalía le dio parte de lo que Lucía le dejaba para medicinas. Con eso, Elena compró una nevera, la puso en su habitación y le puso candado. Todo lo mejor que llevaba Lucía acababa allí.

Claro, nadie le devolvió el dinero. Con el tiempo, Elena empezó a buscar los ahorros de Rosalía y vaciarlos.

—Se llevó el televisor. Dijo que era malo para la vista —suspiró la abuela, secándose unas lágrimas—. Y a veces corta el internet. Yo… necesito llamar, leer noticias, ver recetas… A veces me siento como en prisión.

—¿Y no le dijiste nada a Pablo?La abuela negó con la cabeza, conteniendo las lágrimas, mientras Lucía apretaba los puños, decidida a terminar con aquel abuso para siempre.

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¡No pasa nada, sólo un arrebato!