No necesito tu preocupación

Doña Carmen Martínez se detuvo frente al portal y respiró hondo. Las bolsas de la compra le pesaban como plomo, y subir al quinto piso sin ascensor ya no era lo que era. Setenta y tres años no son moco de pavo, aunque ella jamás lo admitiría.

—¡Tía Carmen! —la llamó una voz desde abajo—. Espere, que le ayudo.

Se giró y vio a su vecino del tercero, un chaval llamado Pablo, subiendo las escaleras. Programador, según creía recordar. Siempre con los auriculares puestos, pero educado.

—No hace falta, yo me apaño —cortó ella, apretando las bolsas contra su cuerpo.

—Ande, que no me cuesta nada —insistió él—. Total, voy para casa igual.

Intentó coger una de las bolsas, pero Carmen la esquivó con un movimiento brusco.

—¡Que he dicho que no! ¿Es que no me entiendes?

Pablo se quedó parado en el escalón, desconcertado.

—Bueno… como quiera.

La adelantó y desapareció en el rellano. Carmen lo miró con el ceño fruncido. ¡Vaya ayudante! Seguro que luego iba contando por ahí que la vieja del quinto no podía ni con su alma.

Subió despacio, parando en cada descansillo. Las bolsas, efectivamente, pesaban más que un pecado mortal —había comprado para toda la semana—para no tener que volver a salir. Pero reconocerlo jamás.

Al fin llegó a su puerta. Las llaves, como no podía ser de otra manera, estaban en el fondo del bolso. Mientras las buscaba, una bolsa se le escapó y cayó al suelo. Manzanas rodando por el rellano.

—Maldita sea —refunfuñó entre dientes.

La puerta de al lado se entreabrió.

—¿Carmen? ¿Qué ha pasado? —asomó la cabeza Doña Rosario, su vecina del cuarto.

—Nada, nada —masculló, recogiendo las manzanas—. Se ha roto la bolsa.

—¡Ay, hija, déjeme ayudarle! —Rosario salió en zapatillas—. ¿Cómo ha subido usted sola con todo esto? Podría haberme avisado, íbamos juntas.

—No necesito ayuda —Carmen se levantó de un brinco, abrazando las manzanas—. Yo sola puedo.

—Pero ¡qué terca es usted! —Rosario alzó las manos—. Somos vecinas, hay que ayudarse.

—¡Que no quiero su ayuda! —casi gritó Carmen—. ¡Y métase en sus asuntos!

Abrió la puerta de un tirón y la cerró de golpe, dejando a Rosario plantada en el rellano, con cara de ofendida.

Dentro, el piso estaba fresco y en silencio. Dejó las bolsas en la cocina y se dejó caer en una silla. Las manos le temblaban del cansancio y la rabia.

¿Qué querían todos de ella? ¿Por qué no la dejaban en paz? Llevaba años viviendo sola y se las había apañado. Y ahora todos se empeñaban en entrometerse.

Empezó a vaciar la compra. Pan, leche, embutido, latas… Lo justo. No le había llegado para carne, pero no importaba. Lo importante era que nadie pudiera decir que no era capaz de valerse.

Sonó el teléfono. Miró la pantalla: su hija Laura, desde Madrid.

—Hola, mamá, ¿qué tal?

—Todo bien —respondió, forzando un tono animado.

—Mira, estaba pensando… ¿por qué no contratas a una asistenta? Una señora de confianza. Iría una vez por semana, limpiaría, te haría la compra…

—¿Para qué quiero yo asistenta? ¿Me ves inválida o qué?

—No, mamá, es para que te facilite la vida. Y yo estaría más tranquila.

—No necesito que nadie me facilite nada. Yo puedo con mis cosas.

—Mamá, no seas cabezota. Ya tienes setenta y tres años…

—¿Y qué? —estalló Carmen—. ¿Quieres meterme en un asilo? ¿O directamente en un nicho?

—Pero ¿qué dices? —Laura se quedó helada—. Solo quiero ayudarte.

—¡No quiero ayuda! ¡Estoy harta! Todos como si fuera una inútil.

—Mamá… ¿te encuentras bien? Suenas rara.

—Estoy perfecta. Cansada de tanta “compasión”.

Colgó sin despedirse. El corazón le latía con fuerza. Se dirigió al salón y se sentó en su sillón favorito.

Las fotos en las paredes mostraban otra vida: su boda con el difunto Antonio, Laura pequeña en brazos, reuniones familiares. Antes le daban alegría; ahora, solo melancolía.

El teléfono volvió a sonar. No contestó. Que llamaran.

Pero las llamadas no cesaban. Llevaba diez minutos sonando sin parar.

—¡Ay, Señor! —agarró el auricular con fuerza.

—¡Mamá! ¡Casi llamo a la policía! ¿Por qué no contestabas?

—No quería hablar.

—Oye, ¿y si vienes a Madrid? Con nosotros. La habitación de Pablo está libre desde que se casó. Estarías con los nietos, no tan sola…

Carmen sintió un nudo en la garganta.

—No quiero mudarme. Llevo cuarenta años aquí. Esta es mi casa.

—Pero estás completamente sola. ¿Y si te pasa algo?

—¿Qué me va a pasar? ¿Que me caigo y nadie me encuentra? Todavía respiro, hija.

—Mamá, ¿por qué eres así? Solo me preocupo por ti.

—¡Pues no lo hagas! —casi gritó—. He vivido sin tus preocupaciones y seguiré viviendo.

Esta vez no solo colgó: desenchufó el teléfono del todo. Que llamaran ahora.

El silencio volvió. Desde la ventana veía a los niños jugar, a las madres pasear con los carritos. La vida seguía.

Y ella, en su rincón, enfadada con el mundo entero.

¿Por qué creían que era inútil? Sí, se movía más lento, se cansaba antes. Pero ¿era razón para compadecerla? ¿No podían dejarla en paz?

Recordó cuando Rosario le había propuesto cocinar juntas. “¿Para qué complicarnos por separado? Hacemos en una casa y repartimos. Más barato y más divertido”. Ella había dicho que no. No quería deber favores.

Y Pablo, el del tercero. La semana pasada la vio llegar cargada e insistió en ayudarla. Casi le soltó un improperio. ¿Se burlaba? ¿O en verdad quería echar una mano?

Negó con la cabeza. No, no podía ser tanta la bondad ajena. Todos tendrían sus motivos.

Por la noche, al preparar la cena, vio que la leche se había cortado. Seguro por el calor al subir. Tendría que volver al súper.

Afuera ya estaba oscuro. No le gustaba salir de noche, pero no quedaba otra. Se abrigó y salió.

El trayecto se le hizo eterno. Caminaba despacio, esquivando baldosas sueltas. Las farolas alumbraban poco.

En el supermercado, una joven con un bebé en brazos forcejeaba en la cola. El niño lloriqueaba.

—Calla, mi vida —susurraba la madre—. En un momento estamos en casa.

Pero el niño berreaba más fuerte. La gente refunfuñaba.

—¿No podía ir a otra caja? —dijo una mujer tras ellas—. Es que no hay derecho.

La joven se ruborizó.

—Es que está cansado. Sólo son unos minutos…

—Siempre son unos minutos —masculló la otra.

Carmen observó la escena y algo se le removió. La madre, acongojada; el niño, llorando;Entonces, sin pensarlo dos veces, Carmen extendió los brazos y dijo: “Déjemelo a mí un momento, que los niños siempre se calman conmigo”.

Rate article
MagistrUm
No necesito tu preocupación