No necesito tu preocupación

Consejos No Queridos

Isabel Martínez se detuvo frente al portal para recuperar el aliento. Las bolsas de la compra le pesaban en los brazos, y subir al quinto piso sin ascensor se hacía cada vez más difícil. Setenta y tres años no eran broma, aunque jamás lo admitía.

—¡Tía Isabel! —la llamaron desde abajo—. ¡Espere, que le ayudo!

Isabel se volvió y vio a su vecino del tercero subiendo las escaleras. Un chico joven, creo que se llamaba Pablo, trabajaba de informático. Siempre con los auriculares puestos, pero educado.

—No hace falta, yo puedo sola —respondió secamente, apretando las bolsas contra sí.

—Pero si no me cuesta nada, tía. Total, voy para casa igual.

Pablo intentó coger una de las bolsas, pero Isabel apartó el brazo con brusquedad.

—¡Que he dicho que no! No soy una niña para que me lleven las cosas.

El chico se quedó parado en el escalón, desconcertado.

—Bueno… como usted diga.

La adelantó y desapareció en el rellano. Isabel lo siguió con la mirada, casi ofendida. ¡Vaya ayudante! Seguro que luego iba contando por ahí que había una vieja incapaz en el quinto.

Subió despacio, parando en cada descansillo. Las bolsas pesaban de verdad —había comprado para toda la semana, para no tener que salir más. Pero reconocerlo estaba por encima de sus fuerzas.

Al llegar a su puerta, las llaves, por supuesto, estaban en el fondo del bolso. Mientras las buscaba, una bolsa se le resbaló y cayó al suelo. Las manzanas rodaron por el rellano.

—Maldita sea —masculló Isabel.

La puerta de al lado se entreabrió.

—¿Isabel? ¿Qué ha pasado? —asomó Carmen, la vecina del cuarto, una jubilada como ella.

—Nada, nada —refunfuñó Isabel, recogiendo las manzanas—. Se ha roto la bolsa.

—¡Ay, déjeme que le ayude! —Carmen salió en zapatillas—. ¿Y ha venido sola del supermercado? Podría haberme llamado, habríamos ido juntas.

—No necesito su ayuda —Isabel se levantó de golpe, apretando las manzanas contra el pecho—. Yo solita me valgo.

—Pero ¿por qué es tan orgullosa? —Carmen alzó las manos—. Somos vecinas, hay que ayudarse.

—¡No quiero su lástima! —casi gritó Isabel—. ¡Y métase en sus asuntos!

Abrió la puerta de un tirón y la cerró de golpe, dejando a Carmen plantada en el rellano, ofendida.

Dentro, el piso estaba tranquilo y fresco. Isabel dejó las bolsas en la cocina y se sentó. Las manos le temblaban del esfuerzo y la irritación.

¿Qué querían todos de ella? ¿Por qué no la dejaban en paz? Llevaba años viviendo sola y se las había arreglado. ¿Ahora todos se empeñaban en ayudarla?

Empezó a guardar la compra. Pan, leche, jamón york, latas de atún. Lo básico. No le había llegado para carne, pero no importaba. Lo importante era que nadie pudiera decir que no se valía por sí misma.

Sonó el teléfono. Era su hija Marta, que vivía en Madrid.

—Hola, mamá, ¿qué tal?

—Bien, todo bien —contestó Isabel, forzando un tono animado.

—Mira, estaba pensando… ¿por qué no contratas a una aspiradora? Una mujer de confianza. Vendría una vez por semana, limpiaría y te haría la compra.

—¿Para qué quiero una aspiradora? —frunció el ceño Isabel—. ¿Me ves impedida?

—No, mamá, es para que estés más cómoda. Y yo más tranquila.

—No necesito a nadie. Yo puedo sola.

—Mamá, no seas terca. Ya tienes setenta y tres…

—¿Y qué? —estalló Isabel—. ¿Que ya me pueden llevar a la residencia? ¿O al nicho directamente?

—¡No digas eso! —se apenó Marta—. Solo quiero ayudarte.

—¡Pues no hace falta! ¡Todos empeñados en hacer algo por mí, como si fuera un mueble roto!

—Mamá, ¿te encuentras mal? Hablas con mucha rabia.

—Estoy harta de tanta compasión.

Colgó sin despedirse. El corazón le latía con fuerza, los párpados le ardían. Se sentó en su sillón favorito del salón.

La habitación estaba llena de muebles antiguos pero sólidos. En las paredes, fotos de su boda con su difunto marido, Marta de pequeña, reuniones familiares. Antes la alegraban. Ahora solo le daban pena.

Volvió a sonar el teléfono. No lo cogió. Que llamaran. No quería hablar con nadie.

Pero las llamadas no paraban. El teléfono llevaba diez minutos sonando sin cesar.

—¡Pero qué pesadez! —Isabel descolgó furiosa.

—¡Mamá! ¡Me has colgado! ¡Me has asustado!

—No ha pasado nada. Es que no tengo ganas de hablar.

—Oye, ¿y si te vienes a Madrid? Con nosotros. Con los nietos, estarías menos sola.

Isabel sintió un nudo en la garganta.

—No quiero mudarme. Llevo cuarenta años aquí, esta es mi casa.

—Pero estás sola. ¿Y si te pasa algo?

—¿Qué me va a pasar? ¡Aún no estoy en las últimas!

—Mamá, ¿por qué te pones así? Solo me preocupo por ti.

—¡Pues no lo hagas! —replicó Isabel—. Hasta ahora he vivido bien sin nadie.

Esta vez no solo colgó, sino que desenchufó el teléfono. Que siguieran llamando.

El silencio volvió. Isabel se quedó mirando por la ventana. En la calle, niños jugando, madres con carritos. La vida seguía.

Y ella, sola en su piso vacío, enfadada con el mundo.

¿Por qué creían que estaba inútil? Sí, se movía más lento, se cansaba antes. ¿Pero eso era motivo de lástima? ¿No podían dejarla tranquila?

Recordó cuando Carmen le había propuesto cocinar juntas.

—¿Para qué vamos a hacerlo por separado? —decía—. Preparamos en una casa y repartimos. Ahorramos y es más ameno.

Isabel había dicho que no. No quería deberle nada. ¿Y si luego Carmen iba contando que daba de comer a la pobre vieja?

O el chico, Pablo. La semana pasada la vio llegar con bolsas pesadas y se ofreció a subírselas. Casi le contestó mal. ¿Se reía de ella? ¿O de verdad quería ayudar?

Isabel negó con la cabeza. No, no podían ser tan buenos. Algo querrían.

Por la noche, al abrir la leche para la cena, vio que estaba agria. Habría estado demasiado tiempo en la bolsa mientras subía. Tendría que volver al supermercado.

Afuera ya era de noche. No le gustaba salir a oscuras, pero no le quedaba otra. Se puso el abrigo y salió.

El camino al supermercado le llevó quince minutos. Andaba despacio, evitando los baches. Las farolas iluminaban poco, los charcos reflejaban la luz amarillenta.

Dentro había mucha gente. Cogió la leche y se puso en la cola. Delante, una joven con un niño en brazos. El pequeño lloriqueaba.

—Shhh, pronto llegamos a casa —susurraba la madre.

Pero el niño lloraba más fuerte. La gente empezó a quejarse.

—¿No pueden ir a otra caja? —dijo una mujer—.La joven madre se sonrojó, avergonzada, pero entonces Isabel, con un gesto que le salió del alma, extendió las manos y tomó al niño, quien al instante se calmó entre sus brazos, como si reconociera el calor de quien había criado y cuidado tantas veces.

Rate article
MagistrUm
No necesito tu preocupación