No muerdas de un pastel ajeno sin haberlo ganado.

¡No te hagas la boca grande con lo ajeno! explotó Carmen, la madre de los tres niños, sin intentar disimular la furia que le hervía por dentro. ¿Y ahora a quién vamos a echar culpa? Todos los que tenían que estar aquí ya se han marchado. Sabes bien cuánto necesitábamos ese piso. ¡Nuestro! No el de

«Ese», por cierto, es mi hermana exhaló cansado Javier, cansado de oír los lamentos de su mujer por tercera vez. Y ella, más que nadie, se merece esa vivienda. Fue Irene quien cuidó a la abuela cuando ya no podía caminar. Irene hacía la compra, pagaba la luz, llevaba a la anciana al hospital. Yo te ofrecía que te encargases tú; pero tú te quedas en casa

¡Tengo tres hijos! replicó Carmen, cruzando los brazos. ¡Y aún quieres colgarme encima la culpa de ser una anciana!

Dos van al cole, el tercero al guardería espetó Javier con sorna. Pasas el día «en casa». Si te hubieras dejado ir a la abuela una horita, quizá el piso ya sería nuestro. Así que basta ya de quejarte, y deja de contar el dinero ajeno. ¿No te convence nuestra casa? Entonces busca trabajo; con eso compraremos algo más grande.

¡Qué hombre tan inútil! se ahogó Carmen. No puedes ganar nada y empujas a tu esposa al empleo. A decir verdad, él ganaba bastante, pero ella no sabía ahorrar, y menos aún gastar con mesura.

¡Caso cerrado! golpeó Javier la mesa y empujó el plato de sopa sin tocarlo. Se me ha ido el apetito. Recuerda que no quiero volver a oír que mi hermana ha tenido una suerte increíble. Se ha ganado la herencia, ¿lo entiendes?

Carmen sólo frunció el ceño ante esas últimas palabras. ¡Qué fácil decirlo! La joven de veinte años, Candelaria, había heredado un piso de tres habitaciones en el centro, con distribución mejorada. ¿Cómo iba a vivir sola en semejante palacio? Tomás, por su parte, tenía tres hijos y una casa modesta pero digna, comprada por su marido antes del matrimonio.

Carmen había repetido mil veces que sus hijos necesitaban más espacio, una habitación propia para cada uno, sobre todo para la mayor, que ya tenía trece años. Pero la niña debía compartir habitación con su hermana menor, de apenas cinco años. ¿Cómo explicarle a una pequeñita que hay cosas que no debe tocar? Y, por cierto, Lidia también tenía su culpa, dejando todo tirado por ahí

Carmen anhelaba mudarse al piso. Tenía hijos a lo loco para esa causa, confiando en que la anciana tendría la conciencia suficiente de ceder el hogar a una familia numerosa. Pero nada resultó.

Luego se enteró de que la abuela estaba gravemente enferma y le quedaba, como máximo, un año de vida. La esperanza volvió a arder. Sólo que cuidar a la enferma Tomás le resultó impensable, como si no tuviera nada más que hacer.

¿Te sorprende que el testamento favorezca a Irene? intervino la amiga de Tomás, del lado de la anciana. ¿De veras? ¿Qué derecho tenías a ese piso? ¡Ni una sola cosa hiciste! Te dije entonces: lleva a la abuela contigo, vívela. Así ya estarías allí.

¿Y a quién más invitamos a nuestra casa? protestó la herida Carmen, creyendo que su amiga la defendería. La anciana ni siquiera quiso que vinieramos, dijo que quería paz y silencio.

Yo también la rechazaría. ¿Meter a cinco personas más, tres niños, en el piso? Mejor déjala a Irene. Sal al trabajo, que en la empresa hay puesto disponible. Con ingresos extra podréis solicitar una hipoteca.

Lo pensaré murmuró Carmen entre dientes, desconectándose. La conversación no salió como esperaba; en vez de consejo escuchó acusaciones. ¿Trabajar? ¡A ella no le interesa! Mejor que tenga otro bebé

Carmen buscó a Irene, pensando tal vez persuadirla de renunciar al piso o, en el peor de los casos, intercambiar viviendas. Irene, sin embargo, no quiso ni escucharla, asegurando que cumpliría al pie de la letra la última voluntad de la abuela.

Javier volvió a intentar razonar con su mujer, pero se topó con una explosión. Por primera vez gritó a Carmen con tal violencia que los niños se asustaron. La pequeña Cristina lloró desconsolada y Lidia, con los ojos muy abiertos, observaba sin comprender.

¡Basta! rugió Javier. Tus ideas tontas nacen del ocio. No te daré ni un céntimo más. Yo compraré la comida y la ropa de los niños; tú, por tu parte, gana tu propio dinero.

Aquella noche Javier se fue a casa de sus padres y no volvió a su hogar, tan enfadado con su esposa. ¿Qué le faltaba? Una buena casa, todas las comodidades, un gran jardín ¿Por qué ella quería tirarse a vivir en una caja rodeada de vecinos?

Tomás también se indignó. El marido debe estar del lado de la esposa; de lo contrario, no es familia. Y si la mujer quiere el piso, tiene que conseguirlo, cueste lo que cueste.

***

Irene regresaba a casa cuando ya oscurecía; las pocas luces de los escaparates y los pocos transeúntes no aportaban tranquilidad.

¡Mira quién llega, la Candelita! surgió de la sombra un hombre corpulento, con una sonrisa de oreja a oreja, acercándose a la asustada joven. ¿Sabes lo que quiero? No te me tiemble. carcajeó el hombre. Tus encantos no me interesan. De momento, adiós.

¿Qué quieres? ¿Dinero?

El dinero me lo pagó otro hombre. Este necesita que renuncies al precioso piso. Ya sabes de qué hablo.

Irene sólo asintió. Estaba sola en la calle desierta, sin ni un perro que paseara. Si se pusiera a aparentar, quién sabe en qué acabaría

Así, inteligente sonrió el hombre, dándole una palmada en la mejilla. Si haces lo que te pedí, nos volvemos a ver. Si no, pasaremos un buen rato juntos, eso sí.

Irene corrió a casa, convencida de que aquel hombre la perseguía y que pronto la atraparían. ¿Se habría atrevido Carmen a semejante plan? ¿Y Javier? ¿Qué sabía él, su propio hermano?

¡Óscar! sollozó Irene cuando su hermano contestó el teléfono. ¿Estás implicado también? ¿También necesitas ese piso? ¡Entregadme todo, dejadme en paz!

Irene, ¿qué ocurre? el hombre, con voz temblorosa, se asustó de verdad. ¿Me oyes? ¿Dónde estás?

En casa Óscar

Llego en seguida.

Óscar arribó en diez minutos, atropellando varios semáforos sin importarle nada. Para él, la hermana valía más que cualquier multa. Cuando Irene, aún temblorosa, le contó el encuentro, Óscar comprendió al instante.

Redacta una denuncia dijo con firmeza. En cada esquina hay cámaras; encontraremos a ese tipo y lo entregaremos a la policía.

Pero balbuceó Irene, con los ojos llenos de lágrimas. No lo van a meter…

No es tu problema. Que coseche lo que ha sembrado. Yo me divorcio. No puedo permitir que mis hijos sean criados por una mujer así. ¿Qué les enseñaría?

***

A Carmen se le abrió un caso penal, aunque ella lo negaba con vehemencia. Ignoraba que el hombre contratado para la tarea delicada había grabado todas sus conversaciones como seguro. Los niños dejaron de hablarle y el divorcio se consumó rápidamente.

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MagistrUm
No muerdas de un pastel ajeno sin haberlo ganado.