No mereces mis lágrimas

No merecías mis lágrimas

—No lo olvides, Lucía: si no fuera por mí, no habrías llegado a ser nadie —dijo su madre, sujetando su pelo con una horquilla de ámbar—. Te crié en mis brazos, te encontré un marido decente, te ayudo con la niña… ¿y tú?

Lucía seguía lavando los platos en silencio. Sus manos se movían mecánicamente sobre la vajilla, pero por dentro sentía un nudo que le apretaba el pecho. Sabía lo que venía: la lección de siempre sobre cómo lo hacía todo mal.

—Y ni hablemos de tu trabajo. ¿Quién estudia Filología y termina de contable? Qué vergüenza. Podrías haber sido profesora, como Rocío, la hija de mi amiga. Pero tú…

Lucía no respondió. Había aprendido a callar. El silencio era su único escudo. Cuando intentaba defenderse, todo terminaba en tormenta. Su madre sabía golpear con las palabras.

La familia vivía en un piso modesto en las afueras de Madrid: Lucía, su marido Javier, su hija Carla de seis años y su madre, Pilar. Después de la muerte del padre, Lucía insistió en que su madre se mudara con ellos. Al principio parecía buena idea: la abuela cerca, ayudando con la niña, Lucía podría trabajar tranquila.

Pero pronto Pilar ocupó todo el espacio. Mandaba en la casa, opinaba sobre cada paso, y hasta el té que preparaba Lucía estaba “mal hecho”.

Javier lo soportaba. A veces bromeaba, otras desaparecía en el garaje. Era un hombre bueno, sencillo, un poco cansado. No tenía pretensiones, pero transmitía calidez. Lucía lo amaba, aunque con los años ese calor se alejaba, como si algo frío se interpusiera. Y ese “algo” estaba en la cocina, en bata de flores, dictando cómo debían ser las cosas.

Todo cambió con la llamada del médico de cabecera. Su madre empeoraba: dolores de cabeza, desorientación, náuseas. El diagnóstico confirmó lo peor: un glioblastoma inoperable. Los médicos hablaban de “meses”, un año con suerte.

Lucía no lloró. Se quedó inmóvil. Luego se puso en marcha como un autómata: análisis, consultas, gestiones. Cambió reuniones de trabajo, pidió teletrabajar. Su jefe accedió. Javier también. Hasta Carla parecía intuir que su madre cargaba con todo sola.

Pilar no cambiaba mucho: se quejaba de la enfermera, contestaba al médico, criticaba la sopa. Solo a veces, cuando creía que nadie la oía, suspiraba en la almohada por las noches.

Un día, buscando una manta vieja en el trastero, Lucía encontró una caja de zapatos. Dentro, cartas. La mayoría para ella, pero escritas por otras manos.

La primera decía:
*”Lucía, te espero. Volveré a llamar, no creo que hayas desaparecido así. —Sofía.”*

Sofía. Su mejor amiga de la universidad. Con la que soñaron viajar a París, abrir una librería, escribir cuentos. No se pelearon, simplemente dejaron de hablar. De golpe. Y todo este tiempo, Lucía creyó que Sofía la había abandonado.

Otras cartas eran de Sofía. Una más, de una empresa: la invitaban a una beca en Barcelona. Lucía reconoció el sobre. Uno igual le llegó una vez… pero vacío. Pensó que era un error.

Y otra carta, de Javier. Antigua, de antes de la boda. Hablaba de huir a Valencia, montar un negocio, vivir cerca del mar. Lucía nunca la recibió. Supuso que Javier había cambiado de idea.

Se sentó en el suelo, las cartas en las manos. El mundo se inclinó un poco.

No eran errores. Era sabotaje.

Su madre interceptó las cartas. Las escondió, quizá falsificó respuestas. Le venían a la mente frases:
*”Esa Sofía es una egoísta, te dejará en cuanto pueda”*
*”¿Javier? ¡Te arrastrará a la ruina!”*
*”¿Qué beca? Es una estafa. ¿Quieres fregar platos en Barcelona?”*

Y ella lo creyó.

Esa tarde, se sentó frente a su madre. La verdad ya no podía ocultarse.
—Encontré las cartas. De Sofía. De Javier. La de Barcelona.
Pilar no se inmutó. Solo resopló:
—¿Y qué?
—¿Las escondiste?
—Claro. Sabía que no tenías criterio. Sofía es interesada, Javier un inútil, y en Barcelona te habrían timado. ¡Te protegí!
—No es protección. Es control —dijo Lucía en voz baja—. Me robaste mis decisiones.
—¡Soy tu madre! ¡Sé lo que te conviene!
—Querías que dependiera de ti. Siempre. También le dijiste a papá que yo no lo necesitaba. Arruinaste nuestra relación. Y mi vida.

Pilar calló un instante. Algo parecido al miedo cruzó su mirada.
—Tenía miedo de quedarme sola.

Una semana después, Lucía alquiló un piso cerca. Javier ayudó con la mudanza. La abrazó cuando, sentada en una caja de libros, por fin lloró.
—Lo reconstruiremos. Pero a nuestra manera.

Pilar murió cuatro meses después. Lucía la visitaba, llevaba comida, pero ya no era la niña que buscaba aprobación. Era una mujer que, por fin, se permitía vivir.

En el funeral, pocos. Una vecina, la enfermera que Pilar maltrataba. Nadie dijo “era buena”. Solo: “Tenía carácter”.

Lucía no lloró. Agarró la mano de Carla bajo el cielo gris. El silencio era el primer regalo sincero que recibía de su madre.

Un año después, Sofía le escribió. Un número y un mensaje:
*”Siempre te esperé. Si estás lista, aquí estoy.”*

Lucía marcó el número.
—¿Sofía?
—¿Lucía? ¿Eres tú?
—Soy yo. He vuelto. A mí misma.

Esa noche, en el balcón, Javier jugaba con Carla. Lucía bebía té verde, escuchaba sus risas. Un pájaro se posó en el tejado, extendió las alas. Como recordándole: se puede volar, incluso después de años enjaulada.

El teléfono sonó.
—¿Y bien? —la voz de Sofía, firme como antes, pero más suave.
—No creo que seas tú.
—Pues créelo. Soy yo. La de verdad.

Hablaron horas. Se rieron, recordaron la universidad. Sofía contó cómo envió cartas, llamó, se enfadó, luego la dejó ir.
—Pensé que me habías olvidado. Pero estabas encerrada.
—En la jaula de mi madre —suspiró Lucía—. Pero al fin encontré la llave.

Pasaron días. Semanas. Lucía sonreía sin razón. Leía como en su juventud, escribía en un cuaderno. Carla se volvió más cariñosa. Javier reía más.
—Has cambiado —le dijo una noche—. Como si te hubieras liberado.
—Es que ahora vivo para mí.

Su mirada tuvo una sombra.
—Tengo miedo. ¿Y si te das cuenta de que yo tampoco te hago falta?
—Javier, quiero estar contigo. Pero en libertad. Sin cadenas.

Se tomó de su mano. Esta vez, no como posesión, sino como a alguien que temía perder.

La vida mejoró. Casi.

Lucía retomó su trabajo. Empezó un blog de contabilidad que tuvo éxito. La invitaron a dar charlas. Carla prosperó en el colegio. Javier fue más atento, hasta fue al psicólogo.

Pero una sorpresa llegó: el testamento de Pilar. Para heredar, Lucía debía cuidar de su abuela, que vivía en una residencia. Nunca supo que existía.

La visitLucía la abrazó, prometiendo no repetir los errores del pasado, y supo, por primera vez, que el amor verdadero no encierra, sino que libera.

Rate article
MagistrUm
No mereces mis lágrimas