No mereces mis lágrimas.

**Diario de un hombre: Lecciones de libertad**

—No lo olvides, Marina: si no fuera por mí, no serías nadie —dijo su madre, sujetando su pelo con una horquilla de ámbar—. Te crié en mis brazos, te busqué un buen marido, te ayudo con la niña… ¿Y así me pagas?

Marina lavaba los platos en silencio. Sus manos se movían mecánicamente, pero por dentro se retorcía. Sabía lo que venía: la letanía de todo lo que hacía mal.

—Y ni hablamos de tu trabajo. ¿Quién estudia Filología para acabar de contable? Una vergüenza. Podrías ser profesora, como Lucía, la hija de mi amiga. Pero tú…

Marina no contestó. Aprendió hace tiempo que el silencio era su único escudo. Si hablaba, la tormenta era peor. Su madre sabía herir con palabras.

Vivían en un piso antiguo en las afueras de Sevilla: Marina, su marido Javier, su hija Sofía de seis años y su madre, Carmen. Tras la muerte del padre, Marina insistió en que su madre se mudara con ellos. Al principio parecía buena idea: abuela cerca, ayuda con la niña, menos estrés.

Pero pronto Carmen ocupó todo el espacio. Mandaba en la casa, criticaba cada movimiento. Hasta el té que preparaba Marina estaba “mal hecho”.

Javier aguantaba. A veces bromeaba, a veces desaparecía en el garaje. Era bueno, sencillo, cansado. No tenía ambición, pero daba calor. Marina lo quería, pero ese calor se alejaba cada año, como si algo frío se interpusiera. Y ese “algo” estaba en la cocina, en bata de flores, dictando cómo debían ser las cosas.

Todo cambió con la llamada del médico. Su madre empeoraba: dolores de cabeza, desorientación. El diagnóstico confirmó lo peor: glioblastoma, inoperable. “Unos meses”, dijeron. Con suerte, un año.

Marina no lloró. Se paralizó. Luego se activó: análisis, consultas, gestiones. Negoció teletrabajo, Javier se volcó. Hasta Sofía pareció entender que su madre cargaba sola.

Carmen seguía igual: quejándose de la enfermera, malhumorada con el médico, criticando la sopa. Solo de noche, en la almohada, suspiros ahogados.

Un día, Marina buscaba una manta en el trastero. Entre cajas, encontró una de zapatos llena de cartas. Muchas para ella, escritas por otros.

La primera decía: “Marina, te espero. No creo que hayas desaparecido así. Tu Vero”.

Vero. Su amiga de la universidad. La de los planes de abrir una librería, viajar a París, escribir. No se pelearon; simplemente dejaron de hablarse. De golpe. Y Marina siempre creyó que fue Vero quien la olvidó.

Otras cartas eran de Vero, otra de una editorial madrileña ofreciéndole prácticas. Marina reconoció el sobre: uno idéntico llegó años atrás… vacío. Pensó que fue un error.

Y otra, de Javier, antes de casarse. Hablaba de mudarse a Valencia, abrir un negocio, vivir cerca del mar. Marina nunca la recibió. Pensó que él cambió de idea.

Se sentó en el suelo, cartas en mano. El mundo se inclinó.

No fueron errores. Fue sabotaje.

Su madre interceptó cartas. Las escondió, quizá falsificó respuestas. Recordó frases:
“Esa Vero es una interesada, te dejará tirada”.
“¿Javier? Te arrastrará a la ruina. ¿Adónde iríais sin mí?”.
“¿Prácticas en Madrid? Estafa. ¿Quieres fregar platos allí?”.

Y ella lo creyó.

Esa noche, Marina se sentó frente a su madre. La verdad ya no podía esconderse.

—Encontré cartas. De Vero. De Javier. De Madrid.

Carmen no se inmutó.

—¿Y qué?

—¿Las escondiste?

—Claro. No eras capaz de decidir. Vero era una egoísta, Javier un inútil, en Madrid te estafarían. ¡Te protegí!

—Eso no es protección. Es control —dijo Marina en voz baja—. Me robaste mis decisiones.

—¡Soy tu madre! ¡Sé lo que es mejor!

—Querías que dependiera de ti. Siempre. ¿También le dijiste a papá que yo no lo necesitaba? Arruinaste su relación. Y mi vida.

Carmen calló un instante. Algo como miedo cruzó su mirada.

—Tenía miedo de quedarme sola.

Una semana después, Marina alquiló un piso cerca. Javier ayudó con la mudanza, Sofía empezó en una nueva guardería. Él la abrazó cuando ella rompió a llorar entre cajas.

—Lo reconstruiremos. Esta vez, bajo nuestras reglas.

Carmen murió cuatro meses después. Marina la visitaba, llevaba comida, revisaba a la cuidadora. Pero ya no era la niña que buscaba aprobación. Era una mujer que, por fin, se permitía vivir.

En el funeral, pocos. Vecinas, la enfermera que Carmen insultaba. Nadie dijo “era buena”. Solo: “Tenía carácter”.

Marina no lloró. Tomó a Sofía de la mano y miró el cielo gris. Silencio. El primer regalo real que su madre le dio.

Un año después, un mensaje de Vero: “Siempre te esperé. Si estás lista, aquí estoy”.

Marina marcó el número.

—¿Vero?

—¿Marina? ¿Eres tú?

—Sí. Volví. A mí misma.

Esa tarde, en el balcón, Marina bebía té verde. Javier jugaba con Sofía. Un palomo se posó en el tejado, extendiendo las alas como recordando: se puede volar, incluso después de años enjaulado.

El teléfono sonó.

—¿Entonces? —dijo Vero al otro lado, voz firme pero cálida—.

—No puedo creer que seas tú.

—Pues cree. Soy yo. La de verdad.

Hablamos tres horas. Reímos, callamos, recordamos anécdotas universitarias. Vero contó cómo escribió, llamó, se enfadó, luego… soltó.

—Pensé que me borraste. Pero estabas… bajo llave.

—Bajo la de mamá —suspiró Marina—. Pero al fin encontré la clave.

Pasaron semanas. Marina notaba que sonreía sin motivo. Retomó la lectura, escribió en un cuaderno. Sofía se volvió más cariñosa; Javier, más alegre.

—Has cambiado —dijo él una noche, preparando té—. Como si te hubieran liberado.

—Es que ahora soy yo.

—Me gusta —admitió, abrazándola. Pero en sus ojos había sombra.

Quedaron con Vero en una cafetería de Sevilla.

Cuando entró, Marina la reconoció al instante: el mismo andar, la sonrisa rápida. Pero su mirada era más serena.

—¿Sigues tomando café con leche y canela? —preguntó Vero.

—Claro. ¿Y tú, solo y sin azúcar?

Asintió y se sentaron.

Hablaron horas. Marina contó su matrimonio, su madre, su hija. Vero escuchó sin interrumpir.

—Te fallé —confesó Marina—. No fue a propósito. Solo… viví como ella quiso.

—No fallaste. Sobreviviste. Lamento lo que pasó, pero me alegra que estés aquí. Ahora.

Marina sintió lágrimas. Esta vez, de alivio.

Llegó tarde a casa. Javier estaba en el sillón, brazos cruzados.

—Es tarde.

—Lo sé. Vero y yo…

—Lo noto. Tu rostro brilla.

—¿Eso es malo?

Él dudó.

—No sé. Te vi muerta cinco años. Ahora…—Es bueno verte viva, pero me asusta pensar que ya no me necesites —dijo Javier, apretando su mano como si el miedo pudiera retenerla, pero Marina sonrió y supo, por primera vez, que el amor no era una jaula, sino un cielo compartido.

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No mereces mis lágrimas.