«¿No me llevarás contigo?» — preguntó la madre con dolor. Pero yo ya sabía la respuesta…

**Diario de un hombre**

«¿No me vas a llevar contigo?» —preguntó mi madre con resentimiento. Pero yo ya sabía la respuesta…

Me llamo Victoria. Tengo treinta y ocho años y llevo quince casada. Con mi marido, Rodrigo, tenemos un hijo, un buen piso y, en teoría, todo lo que se puede desear. Pero hay un tema que todavía me duele: mi madre. O mejor dicho, su guerra interminable con mi marido, que ya lleva más diez años.

Rodrigo llegó a nuestra ciudad desde un pequeño pueblo. Entonces solo soñaba con entrar en la universidad, pero no lo logró a la primera y tuvo que trabajar como fontanero para sobrevivir. Vivía en una residencia de estudiantes, trabajaba sin quejarse hasta que, finalmente, consiguió entrar. No dejó su oficio y se convirtió en un maestro excelente, muy solicitado. Fue en la universidad donde nos conocimos. Yo iba un año más adelantada, pero surgió algo entre nosotros.

Cuando terminé mis estudios, decidimos casarnos. Pero mi madre se opuso rotundamente.

—¿Un fontanero? ¡Te has vuelto loca! ¡Un chico de pueblo, sin piso, sin futuro! —se indignaba.

La convencí para que nos dejara vivir en su casa temporalmente, hasta que Rodrigo terminara la carrera. Aceptó a regañadientes, con gesto amargo. Desde el principio, no lo quiso, por mucho que él se esforzara. En las primeras semanas, arregló todo lo que había en el piso: el grifo, la placa de cocina, incluso la puerta del balcón, que llevaba años sin cerrar bien. Y a cambio, solo recibió frialdades y reproches.

—¡No pienso empadronarte en mi casa! —le soltó un día.
—No lo he pedido —respondió él con calma.

Rodrigo lo intentó. Cada día. Lo soportó todo. Pero yo veía cómo le afectaba. Y entonces, quedé embarazada… Y ocurrió lo que temíamos.

—¡Estás loca! ¿Tener un hijo con ese paleto? ¡Si apenas lo soporto en mi casa! —gritó mi madre.

Rodrigo lo oyó. Y sin decir nada, empacó sus cosas. Se acercó a mí y me dijo:

—O vienes conmigo, o me voy solo. Pero no pienso seguir viviendo bajo el mismo techo que tu madre.

Me fui con él. Nos mudamos a su pequeña habitación en la residencia. Nació nuestro hijo. Fue duro. Pero nunca me arrepentí. Rodrigo trabajaba, estudiaba, hacía extras. Y al cabo de dos años, compramos nuestro primer piso. Luego, uno más grande. Ahora vivimos en un amplio ático. Rodrigo es ingeniero en una gran fábrica, con un buen sueldo. Y sigue haciendo trabajos extra porque tiene manos de oro y no le faltan clientes.

Desde que nos fuimos, Rodrigo no ha vuelto a poner un pie en casa de mi madre. No ha asistido a ninguna celebración familiar, ni siquiera se ha cruzado con ella por la calle. Fue tajante:

—No quiero verla. Puedo ayudarla económicamente, pagar lo que necesite. Pero nada más. Que no espere ni mi compañía ni mis visitas.

Mi madre tardó en entenderlo. Incluso ahora, años después, sigue resentida:

—¿Vas a seguir así, atada a tu marido? ¿Y si me enfermo? ¿Si no puedo valerme? ¿También me abandonarás?

Llegué a casa con esa pregunta y se lo conté a Rodrigo.

—¿Y si de verdad… ya no puede sola?

No lo dudó:

—Contrataremos una cuidadora. Tú irás a visitarla. Todo será digno, pero sin su presencia en nuestra vida. Mi límite es la puerta de tu casa.

Reflexioné. Y supe que tenía razón. No está obligado a perdonar a quien lo humilló. No tiene que arreglarle los grifos si ella lo menospreció por ser fontanero. Él ha crecido. Ha cambiado. Ella, no.

Hace poco, volvió a llamar. Gritando porque tenía una tubería rota y que ni siquiera le pedía a Rodrigo que lo mirara.

—Mamá —le dije tranquila—, Rodrigo te ha enviado dinero. Llama a cualquier fontanero.

Colgó. Ofendida. Pero no me arrepiento.

A veces pienso que aquella noche, cuando me fui con Rodrigo a la residencia, tomé la decisión más importante de mi vida. Elegí a mi familia. Elegí a un hombre que nunca me ha fallado. Que nos sacó adelante a nuestro hijo y a mí, que lo construyó todo desde cero y no permitió que lo rompieran. Y yo no dejaré que nadie lo haga.

Que mi madre se ofenda. Tuvo tiempo… y una oportunidad. Pero no quiso aprovecharla.

**Lección:** Hay límites que, una vez cruzados, no tienen vuelta atrás. Y no es egoísma proteger a quienes amas de quienes no supieron valorarlos.

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MagistrUm
«¿No me llevarás contigo?» — preguntó la madre con dolor. Pero yo ya sabía la respuesta…