“¡No me llames mamá, que me envejeces!” Así rechazó una mujer a su hija y a su futuro nieto por una juventud imaginaria.
Llevaba un mes al borde del abismo. Herida, furiosa, sola. Se encerró en sí misma después de que su amante la abandonara. Y eso que ella creía ciegamente en aquel “amor”, convencida de que esta vez sería para siempre.
Yo tengo 26 años, y ella se llama Lorena, tiene 44. Biológicamente, es mi madre. Pero en realidad somos dos desconocidas. Se casó con mi padre a los diecinueve. Un año después, nací yo—su “hija no deseada”, como repetía cada vez que podía. Se divorciaron poco después, y desde entonces, a mi padre solo lo llamaba “vago” o “fracasado”.
¿La ironía? Ese “fracasado” lleva más de veinte años con su segunda esposa. Tiene su propio negocio, una casa grande en las afueras de Madrid, dos pisos e incluso una finca en Andalucía. Fue él quien me regaló un apartamento cuando me casé, donde ahora vivo con mi marido.
Me crió mi abuela—la madre de mi padre. Después, él me llevó a vivir con su nueva familia. Y sabes qué? Nunca me sentí fuera de lugar. Mi madrastra es un ángel, para mí, ella es mi verdadera madre. En cambio, a Lorena siempre la llamé por su nombre. Y no fue casualidad.
Tenía nueve años cuando Lorena me llevó a Valencia—”a pasar unos días juntas, como madre e hija”. Le pregunté, emocionada: “Mamá, ¿podemos ir a la playa?”. Su respuesta resonó en todo el hotel:
“¡Nunca me llames mamá! ¡Me haces parecer vieja! ¡Dime Lorena, ¿entendiste?!”.
Entendí. Y desde entonces, nunca más quise viajar con ella. A ella solo le importaban los hombres, los salones, las fiestas. Yo me quedaba con mi abuela. Después, con mi padre y su nueva familia. Y gracias a Dios por eso.
Lorena ha tenido cinco maridos. Entre medias, amantes sin fin, borracheras, sonrisas falsas y pestañas postizas. Trabajaba en un salón de belleza exclusivo en la zona alta de Barcelona. Se inyectaba de todo: botox, ácido hialurónico, hilos, labios… Su rostro ya no expresaba emociones, pero ella seguía convencida: “¡Todavía soy joven, puedo conseguirlo!”.
Su último “príncipe” era dos años menor que yo. Un chico llamado Sergio. Delgado, tatuado, camarero en un bar de copas.
“Cariño, conoce a Sergio. Nos casamos. Esto es en serio”, dijo, brillando como una adolescente en su primer baile.
Me quedé paralizada. Luego, respiré hondo y susurré:
“Lorena… estoy embarazada. Serás abuela”.
Sergio empezó a brindar con champán, gritando “¡felicidades!”, pero mi madre se puso pálida. Se levantó en silencio, agarró su bolso y, dando un portazo, se marchó sin rumbo.
Pasó una semana. Apareció de repente, llorando, con el rostro desencajado:
“¡Por tu culpa! ¡Él me dejó! ¡Lo arruinaste todo con lo de ‘abuela’! ¡Yo no quiero envejecer! ¡Tengo 37 años! ¡Quiero vivir, y tú me entierras con tus hijos!”.
No podía creerlo. La mujer que me dio la vida llamó “traición” a mi embarazo. Y luego soltó la frase que quemó los últimos lazos entre nosotras:
“Jamás tuve una hija. Y no tendré nietos ni bisnietos. Olvídate de mí”.
Y se fue.
Nosotros, en cambio, fuimos donde nuestra verdadera familia—mis abuelos. Nos abrazaron, lloraron de alegría. Ya planeaban nombres para el bebé, quién pasearía el carrito, quién tejería los patucos. Ellos son mi apoyo, mi refugio, mi presente.
¿Y Lorena? Que persiga su juventud eterna. Pero un día despertará en el silencio—en un piso vacío, en un cuerpo que ya no reconoce, mirando un espejo donde su reflejo desapareció hace tiempo. Tal vez entonces entienda a quién perdió de verdad.
La belleza se marchita, pero el amor verdadero perdura. Quien renuncia a su familia por vanidad, al final, se queda con nada.






