—No, mamá. No volverás a venir. Ni hoy, ni mañana, ni el año que viene—. Así terminó una historia donde la paciencia se agotó para siempre.
Dudé mucho sobre cómo contar esto, pero solo dos palabras resuenan en mi mente: desfachismo y complicidad silenciosa. Lo primero venía de mi suegra; lo segundo, de mi marido. Y en medio, yo. Una mujer que intentó ser buena, educada, comprensiva. Hasta que un día entendí que, si seguía callada, de «nuestra» casa solo quedaría un cascarón vacío.
No comprendo cómo alguien puede entrar en un hogar ajeno y llevarse lo que no es suyo, como si todo le perteneciera. Así actuaba mi suegra. Y todo… por su hija, la hermana de mi marido.
Cada visita suya terminaba igual: la nevera perdía jamón, la cazuela de albóndigas desaparecía de la cocina, y una vez hasta se llevó mi alisador nuevo, que ni siquiera había estrenado. «Es que Anita tiene el pelo rizado, y tú, al fin y al cabo, apenas sales», me dijo después, sin pestañear.
Aguanté. Apreté los dientes. Se lo expliqué a mi marido. Él se encogía de hombros. «Es mi madre, no lo hace con mala intención. Compraremos otro».
Pero la gota que colmó el vaso fue antes de nuestro quinto aniversario de boda. Decidimos celebrarlo con cena en un restaurante, como en los viejos tiempos. Yo ya tenía el vestido, solo me faltaban unos zapatos. Los compré. Elegantes, caros, los que había deseado desde el verano pasado. Los guardé en su caja en el dormitorio, esperando el gran día.
Pero nada salió como planeaba.
Aquel día, me retrasé en el trabajo y pedí a mi marido que recogiera a nuestra hija de la guardería. Aceptó. Pero luego surgió un imprevisto y llamó a su madre. Le dio las llaves de casa para que recogiera a Anita y se quedara un rato con ella.
Al llegar, lo primero que hice fue entrar en el dormitorio. Y me quedé helada. La caja había desaparecido.
—Luis, ¿dónde están mis zapatos nuevos? —pregunté, aunque ya lo intuía.
—¿Y yo qué sé? —respondió él, indiferente.
—¿Ha estado tu madre aquí?
—Sí, recogió a Anita, estuvo un rato y se fue.
—¿Y las llaves? —me esforcé por mantener la calma.
—Se las dejé. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Agarré el teléfono y la llamé. Contestó al primer tono.
—Buenas tardes —dije, contenida—. Seguro que sabe por qué la llamo.
—No, la verdad es que no —contestó ella, sin un ápice de vergüenza.
—¿Dónde están mis zapatos nuevos?
—Se los di a Anita. Tú ya tienes demasiado calzado, y ella no tenía nada decente para su graduación.
Y así, sin más… colgó. Sin remordimientos. Sin disculpas. Un *clic* y silencio.
Mi marido, como siempre, soltó: «Compraremos otros, no es para tanto. Es mi madre».
Me levanté, lo tomé del brazo y lo llevé al centro comercial. Allí, frente al escaparate, señalé el mismo par que llevaba meses admirando en internet. Unos zapatos cuyo precio casi le da un síncope.
—Olga, eso vale la mitad de mi sueldo —susurró, pálido.
—Dijiste que los compraríamos. Pues se compran —respondí, serena.
Y los compró. Firmó, sin querer, el precio de su complicidad.
Pero la historia no acabó ahí. De vuelta a casa, su móvil vibró con un mensaje de su madre:
«Paso hoy. Tengo bolsas de verdura; el congelador está lleno. Las dejaré en el vuestro y las recojo en un mes o dos.»
Lo vi mirar la pantalla. Apretar los labios. Y entonces, por primera vez, marcó el número y dijo con firmeza:
—Mamá, no vuelvas a venir. Ni hoy, ni mañana, ni el año que viene. Porque tu última «ayuda» nos ha costado demasiado.
Colgó. Y al mirarlo, sentí por fin que éramos una familia de verdad. Donde las puertas se abren solo para quienes respetan, no para quienes roban.
A veces, poner límites no es egoísmo, sino la única forma de salvar lo que amas.